Dios es Dios de vivos (cf. Lc 20, 27-38)
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Dos bebés conversaban en el vientre de su mamá. “¿Crees en la vida después del parto?”, pregunta uno. “Claro –contesta el otro–. Tiene que haber algo. Creo que estamos aquí preparándonos para lo que vendrá”. “No hay vida después del parto –responde el primero– ¿Cómo sería?”. “Pienso –dice el otro– que habrá más luz, que podremos caminar y que tendremos otros sentidos que ahora no podemos entender”. “Eso es absurdo –responde el primero–. Caminar es imposible. El cordón umbilical que nos nutre es demasiado corto. Además, si hubiera vida después del parto, ¿por qué nadie ha regresado de allá?”. “No lo sé –responde el otro– pero creo que existe y que nos encontraremos con Mamá”. “¿Mamá? –exclama el primero– ¿Realmente crees en Mamá? ¿Dónde está? Yo no la veo. Mamá no existe”. “Estamos en ella –responde el otro. Sin ella no podríamos vivir. Y si guardas silencio y te concentras, percibirás su presencia y escucharás su voz amorosa allá arriba”.
Esta historia nos ayuda a entender el Evangelio de hoy. Porque muchas veces pensamos que solo es real lo que podemos ver, oír, gustar, oler y tocar. Pero eso termina encasillándonos en lo inmediato. Porque si no hay nada más allá, si no hay una meta, entonces podemos tomar cualquier camino, aunque no lleve a ningún lado y termine perdiéndonos en un laberinto sin salida.
Si no hay algo después de esta vida, ¿para qué limitarse pensando en los demás? ¿Para qué ser fiel al matrimonio? ¿Para qué preocuparse por los hijos asumiendo el papel de papá o mamá, si es más fácil ser sólo “cuates”? ¿Para qué dedicarle tiempo a los papás y a la familia, si hay cosas más divertidas? ¿Para qué ser justo, solidario y caritativo, si es más ventajoso usar a la gente?
Pero hoy Jesús, Dios que se ha hecho uno de nosotros, nos hace ver que el Padre nos ha creado para la vida y que, por eso, después de que nos autocondenamos a la muerte a causa del pecado que cometimos, lo envió a rescatarnos y unirnos a él para hacernos hijos suyos[1], partícipes de su vida por siempre feliz, en la unidad de cuerpo y alma.
¡Esta es la meta! No es una ilusión, sino un regalo que Dios nos ofrece. Creerlo nos consuela en las penas, nos anima en las dificultades, nos da esperanza en los quehaceres de cada día, y nos dispone a toda clase de obras buenas[2]. Porque si hay meta, hay camino. Y ese camino es Jesús. Lo único que necesitamos es ser fieles a Dios y vivir como enseña: amando y haciendo el bien[3].
Hagámoslo, como aquella familia que estuvo dispuesta a morir antes que traicionar a Dios, confiando en que él los resucitaría[4]. Entendieron que después de esta vida limitada y transitoria, nos aguarda una vida tan maravillosa, que vale la pena darlo todo para alcanzarla. Una vida tan increíble, que Jesús nos hace ver que ninguna categoría terrena se le puede aplicar, como señala el Papa[5]. “Gozaremos –dice san Beda– de la presencia constante de Dios” [6].
Escuchemos a Jesús, que es la Palabra de Dios. Creamos en lo que nos dice y vivamos como enseña. Fijemos la mirada en la meta, ¡la resurrección y la eternidad!, y no permitamos que nada nos desvíe del camino. Así alcanzaremos aquella vida que va más allá de todo lo que podemos imaginar ¡Vale la pena!
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Aclamación: Ap 1,5.6.
[2] Cf. 2ª Lectura: 2 Tes 2,16-3,5
[3] Cf. Sal 16.
[4] Cf. 1ª Lectura: 2 M 7, 1-2. 9-14.
[5] Cf. Ángelus 6 de noviembre de 2016
[6] Catena Aurea, 11027.