Para los que se tienen por buenos y desprecian a los demás (cf. Lc 18,9-14)
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Cuentan que un niño era tan soberbio, que le decía a su papá: “cuando sea grande quiero ser como tú… para tener un hijo como yo”. Y ya de adulto, tenía siete fotografías suyas con esta leyenda: “Las siete maravillas del mundo”. Hay gente que es así; solo se mira y admira a sí misma.
Como el Narciso de la mitología griega, que sintiéndose superior a todos no se interesaba por nadie, hasta que murió ahogado intentando abrazar su imagen reflejada en el agua. “Imprudente –escribe Ovidio– ¿por qué en vano unas apariencias fugaces alcanzar intentas?”[1].
Efectivamente, todos somos fugaces. No somos ni el principio, ni el centro, ni el fin del universo. Cuando no lo entendemos, nos encerramos en nosotros mismos creyéndonos lo único y no permitimos que nadie entre ¡Ni Dios! Eso fue lo que sucedió al fariseo de la parábola, quien, como dice el Papa, oraba a un espejo[2]. “No quiso rogar a Dios –comenta san Agustín–, sino ensalzarse a sí mismo… e insultar al que oraba”[3] . Y es que, para sentirse más grande, despreciaba a los demás, incluso al publicano que estaba orando.
Pero con esa actitud, el fariseo se cerró y no se dejó ayudar. Por eso Dios no pudo salvarlo. Esto puede sucedernos si nos creemos perfectos y merecedores de todo, y despreciamos a los demás, sintiendo que lo que va mal en casa, la escuela, el trabajo y la sociedad, es culpa de la esposa, del esposo, de los hijos, de los papás, de los hermanos, de la suegra, de la nuera, de los vecinos, de las cuñadas, de los compañeros, de los pobres, de los ricos, de los migrantes, de los políticos y hasta de Dios.
Y quizá nos justifiquemos sintiéndonos perfectos al no ser ladrones, injustos o adúlteros como otros, aunque le robemos a la pareja y a la familia el amor y el tiempo que deberíamos dedicarles; aunque con chismes y malos tratos le arrebatemos a los demás su honra y dignidad; aunque no paguemos ni cobremos lo justo, y seamos parte de la corrupción y la contaminación; aunque seamos indiferentes a los que nos necesitan; aunque seamos infieles a nuestros deberes ciudadanos y cristianos.
¡Cuidado! Porque si seguimos así, cerrados, no dejaremos que Dios entre en nosotros para ayudarnos, y terminaremos ahogados en la condenación eterna. Por eso Jesús, que ha venido a salvarnos[4], nos propone el ejemplo del publicano, que con humildad reconoció sus faltas y aceptando que necesitaba ayuda pidió perdón a Dios. Así se abrió. Su oración atravesó las nubes[5], y fue escuchada por el Señor, que lo salvó[6].
Por nuestro bien, seamos humildes. La humildad no es baja autoestima ni sentimiento de culpa. Es ver la realidad y ubicarnos. Como san Pablo, que reconoció que en los momentos más difíciles el Señor lo había ayudado, y miró el futuro con esperanza, confiando en que él lo sacaría adelante[7].
Veamos las cosas como son. Reconozcamos lo mucho que Dios nos ha dado. Reconozcamos nuestros aciertos y errores. Reconozcamos que necesitamos del Señor y pidamos su perdón y su ayuda, a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración. Y nunca despreciemos a los demás, sino tendámosles la mano, como Dios ha hecho, hace y hará con nosotros.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Metamorfosis, Narciso y Eco, Libro Tercero. Biblioteca virtual “Miguel de Cervantes”, www.cervantesvirtual.com.
[2] Audiencia, 1 junio 2016.
[3] Cf. Citado en Catena Aurea, 10809.
[4] Cf. Aclamación: 2 Cor 5,19.
[5] Cf. 1ª Lectura: Sir 35,15-17. 20-22.
[6] Cf. Sal 33.
[7] Cf. 2ª Lectura: 2 Tim 4,6-8. 16-18.