La gratitud (cf. Lc 17,11-19)
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Los leprosos la estaban pasando mal. Su enfermedad los había desfigurado y convertido en foco de contagio para los demás, por lo que vivían alejados de todos. Eso es lo que hace el pecado; desfigura la semejanza divina con la que Dios nos creó y hace que dañemos a la familia, a los amigos y a la gente que nos rodea, al tratarlos como si fueran objetos, hasta que quedamos aislados en la soledad del egoísmo.
Pero Jesús llegó. Los leprosos lo vieron y con esperanza le pidieron que tuviera compasión y los curara. Él les respondió que fueran a presentarse a los sacerdotes, que, según la Ley, tenían la misión de constatar si alguien había sanado. Así, como explica Teofilacto, les asegura que se recuperarán[1]. Los diez, aunque de momento no quedaron curados, creyeron en él e hicieron lo que les mandó ¡Y al ir por el camino recobraron la salud!
Jesús les cambió la vida ¡Hizo que la recuperaran! Pero solo uno se acordó de su Bienhechor; un samaritano que fue a Jesús, y alabando a Dios, se postró a sus pies dándole gracias. Descubrió que Dios lo había curado a través de su Hijo, a quien envió para sanarnos del pecado, darnos su Espíritu y unirnos a él, en quien la vida se hace por siempre feliz.
Como el samaritano, también Naamán supo reconocer que es a Dios a quien le debía su extraordinaria curación, y en gratitud, tomó una decisión: no adorar a otros dioses sino sólo al Señor[2]. Lo hizo porque miró con claridad de quién proviene todo don y que por ello, solo tiene sentido acudir al único y verdadero Dios.
Ambos, con su agradecimiento, se hicieron un gran bien: porque reconocieron de quién viene todo lo bueno y a quién hay que acudir y obedecer; se descubrieron amados por él y valoraron el don que les fue concedido; se percibieron amables y comprendieron que habían recibido tanto amor que podían compartirlo con los demás.
Por eso san Pablo dice que Dios quiere que demos gracias siempre, unidos a Jesús[3]. Lo quiere porque así nos hacemos un bien. “Mira tu historia cuando ores –aconseja el Papa– y en ella encontrarás tanta misericordia… el Señor te tiene en su memoria y nunca te olvida”[4]. Siendo agradecidos, nos sentimos queridos, miramos todo con sentimientos nuevos y con una actitud realista y confiada, y vemos el futuro con esperanza.
Acordémonos de Jesucristo[5], y demos gracias a Dios, que nos ha mostrado su amor y su lealtad[6]. Hagámoslo a través de su Palabra, de sus sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, y de la oración. Y agradezcamos a los que han sido instrumentos de su amor. “¿Cuántas veces –se pregunta el Papa– damos gracias a quien nos ayuda… a quien nos acompaña en la vida?”[7].
“Señor –exclamaba san Paulo VI–, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aún, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias… a quien fue para mí transmisor de los dones… que me has concedido… mis Padres… Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones… que han dado …ayuda, consuelo y significado a mi… existencia: ¡Cuántos dones… he recibido…!” [8].
Seamos agradecidos con Dios y con los demás. Así nos haremos un gran bien; podremos levantarnos de nuestras caídas y de nuestra baja autoestima, y seguir adelante, mejorando y construyendo un mundo más humano para todos, hasta llegar a la meta: la vida eterna.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Catena Aurea, 10711.
[2] Cf. 1ª Lectura: 2 Re 5,14-17.
[3] Aclamación: 1 Tes 5,18.
[4] Gaudete et exsultate, 153.
[5] Cf. 2ª Lectura: 2 Tim 2,8-13.
[6] Cf. Sal 97.
[7] Homilía Domingo 9 de octubre de 2016.
[8] Testamento.