“Si no escuchan… no harán caso” (cf. Lc 16,1-13)
…
El egoísmo es terrible. Nos encierra en nosotros mismos, haciendo que no escuchemos ni veamos a los demás. Entonces, sintiendo que somos lo único en el universo, nos concedemos todos nuestros caprichos, viviendo una vida vacía, maquillada de lujo y desperdicio, sin inmutarnos en los que nos rodean.
Pero con esa indiferencia dejamos a muchos en la soledad y la miseria, y nos asfixiamos hasta provocarnos la muerte eterna[1].
Eso fue lo que sucedió al rico de la parábola. Por eso san Juan Crisóstomo explica que no se condenó por haber sido rico, “sino por no haber sido compasivo”[2]. El egoísmo lo dejó solo. Le cerró la puerta a todos; al pobre Lázaro y al mismo Dios. Porque como dice el Papa: “¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios!… Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada, también para Dios, y esto es terrible” [3].
Es terrible, porque solo Dios puede llenar la vida y hacerla por siempre feliz. Para eso nos creó. Y para eso, después de nuestra caída, envió a Jesús a salvarnos. Él, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, nos liberó del pecado, nos dio su Espíritu y nos hizo hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz[4].
De esta manera nos ha demostrado que Dios no es indiferente ¡A hecho suya nuestra hambre de vida[5]! ¿Qué nos toca hacer? Abrirle la puerta de nuestro corazón para que entre y nos de vida plena y eterna. Y esto exige que dejemos esa puerta abierta a los demás, siendo sensibles hacia ellos y echándoles la mano, como lo hace Dios.
Abrámonos a los demás; a la esposa, al esposo, a los hijos, a los papás, a los hermanos, que están hambrientos de amor; al vecino, al compañero, al empleado, que están hambrientos de respeto; a la niña, al niño, al adolescente, al joven, a la muchacha, al hombre, a la mujer, a los ancianos, que están hambrientos de alimento, salud, casa, vestido, educación, seguridad, trabajo, justicia, cariño y oportunidades.
En un mundo plagado de conflictos, injusticias, discriminaciones, desequilibrios económicos y sociales, los pobres son quienes más sufren. Y ante ellos, hoy se da una “globalización de la indiferencia”, especialmente hacia los migrantes, los refugiados, los desplazados y las víctimas de la trata, que, además, son objeto de juicios negativos.
Pero, como señala el Papa en su Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante –que hoy celebramos–, interesarnos por ellos es interesamos también por nosotros, porque abrirse a los demás enriquece, ya que nos ayuda a ser más humanos; a reconocer que somos parte activa de un todo más grande. Por eso, “no se trata solo de ellos, sino de todos nosotros, del presente y del futuro de la familia humana” [6].
No esperemos señales sobrenaturales para decidirnos. Confiemos en Dios que nos habla en su Palabra, en sus sacramentos, en la oración, en las personas y en los acontecimientos, y pongamos de nuestra parte para transformar las causas estructurales y sociales que provocan pobreza, inseguridad y violencia. La oportunidad es ahora; no la dejemos pasar. Así conquistaremos la vida eterna a la que hemos sido llamados[7].
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
___________________________________________
[1] Cf. 1ª Lectura: Am 6,1.4-7.
[2] Hom. 2 in Epist. ad Phil.
[3] Audiencia General, 18 de mayo de 2016.
[4] Cf. Aclamación: 2 Cor 8, 9.
[5] Cf. Sal 45.
[6] Cf. No se trata sólo de migrantes, Mensaje para la Jornada de 2019.
[7] Cf. 2ª Lectura: 1 Tim 6,11-16.