El que no está contra nosotros está a favor nuestro (cf. Mc 9,38-43.45.47-48)
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“Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre –dijo Juan a Jesús–, y como no es uno de los nuestros se lo prohibimos”. Aquella persona estaba haciendo el bien, pero a Juan le pareció que, por no ser de su grupo, debía prohibírselo. Sin darse cuenta, el joven apóstol había caído en una terrible tentación: la tentación de discriminar, excluir y marginar.
Por desgracia esta tentación puede seducirnos a todos, aún con muy buenas intenciones ¡Es tan común discriminar, excluir y marginar a los que no sienten, piensan y actúan como nosotros; a los que no son de nuestra raza, de nuestra nación, de nuestra edad, de nuestro círculo social, de nuestro grupo o de nuestra religión!
¿Y a dónde nos lleva esto? A la división y a la confrontación. Por eso, la discriminación, la exclusión y la marginación son causa de escándalo en un mundo necesitado de unidad. Y el escándalo es mayor cuando los que discriminan, excluyen y marginan se dicen cristianos. “Un cristiano incoherente –dice el Papa Francisco– hace mucho mal”[1].
Para ayudarnos a comprender las cosas y hacerlas bien, Jesús dice: “Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor” ¡Cómo necesitamos entenderlo en casa, en la escuela, en el trabajo, en la Iglesia y en la convivencia social e internacional! Así descubriremos que siempre es más lo que nos une que lo que nos separa. Que, como dice san Beda: “no debemos oponernos al bien de cualquier parte que venga, sino procurarlo”[2].
Dios, creador de todas las cosas, es fuente de todo bien. Y él, como hizo con los ancianos de Israel, puede comunicar su Espíritu a quien desee, como reconoció Moisés, quien lejos de sentir celos, exclamó: “Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el espíritu del Señor”[3].
Ojalá todos hiciéramos el bien, independientemente de nuestro origen, edad, posición social y creencias. Ojalá todos fuéramos capaces de compartir lo que somos y tenemos, como nos exhorta Santiago al hacernos ver el daño que provoca acumular riquezas a costa de explotar, defraudar y olvidar las necesidades del prójimo[4].
No perdamos de vista la meta: la unión definitiva con Dios, que nos hace por siempre felices. Para eso nos creó, para eso, después de nuestra caída, se hizo uno de nosotros en Jesús a fin de rescatarnos del pecado, unirnos a sí mismo en su Iglesia, darnos su Espíritu y hacernos hijos suyos.
Él ha hecho su parte; a nosotros toca hacer la nuestra, viviendo como hijos suyos y hermanos de todos. Es lo que Jesús enseña cuando nos pide que quitemos de nosotros lo que sea ocasión de pecado, como el atender más a lo que nos separa que a lo que nos une; el apego a las riquezas, a los placeres, a las malas amistades y a las adicciones; las mentiras, las injusticias, los chismes, las envidias, los rencores, la corrupción, la indiferencia, la discriminación, el racismo, el rechazo a los extranjeros y la violencia.
Quizá nos cueste trabajo ¡Ánimo! Acudamos al Señor a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración, y pidámosle que nos preserve de la soberbia[5], que engendra la discriminación, la exclusión y la marginación, y que nos ayude a reconocer y a valorar cualquier gesto e iniciativa de bien, venga de donde venga, y a buscar lo que nos une a los demás, teniendo presente que: “Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor”.
+Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
[1] Homilía, 27 de febrero de 2014, en Santa Marta.
[2] In Marcum, 3, 39.
[3] Cf. 1ª Lectura: Nm 11, 25-29.
[4] Cf. 2ª Lectura: St 5, 1-6.
[5] Cfr. Sal 18.