Habrá gran alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente
(cf. Lc 15,1-32)
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Dice un refrán que en casa del jabonero el que no cae resbala. Así es en esta vida; todos tenemos tropezones y caídas ¿Y qué deseamos cuando eso sucede?
No burlas, críticas o indiferencia, sino ayuda. Pero hay quienes, creyéndose perfectos, desprecian a todos, como dice san Gregorio[1], y no ayudan a nadie.
¡Qué diferente es Dios! Así nos lo descubre Jesús haciéndonos ver que nuestro Padre Dios es misericordioso y que siempre nos echa la mano para llevarnos adelante. Y también nos hace ver que, siendo hijos suyos, debemos ser misericordiosos como él[2].
El Padre, creador de todo, nos hizo a imagen suya para que fuéramos felices por siempre con él. Pero no le tuvimos confianza; pecamos y así abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte. Entonces perdimos el rumbo, como la oveja descarriada, como la moneda perdida, como el hijo menor que, habiendo recibido todo de su padre, se alejó de él y malgastó sus bienes hasta quedarse sólo y sin nada.
Todos podemos identificarnos con ese muchacho, porque a veces buscamos la felicidad lejos de Dios, pensando que él, que nos lo ha dado todo –cuerpo, sexualidad, afectividad, inteligencia, voluntad, alma inmortal, familia, amigos, educación, trabajo, sociedad y la tierra–, hace aburrida la vida y retrasa el progreso con su moral.
Pero lejos de Dios terminamos solos y degradados al dedicar todo nuestro esfuerzo a metas egoístas e inmediatas: transformar nuestro cuerpo, disfrutar sensaciones, ganar dinero, comprar todo lo que se nos hace creer que necesitamos, buscar novedades cambiando de pareja, de familia, de carrera, de trabajo, de ciudad, de país y de religión; tener poder para usar y desechar a los demás, y explotar la tierra.
¿Y qué logramos? Vacío, insatisfacción, sinsentido, soledad y convertir nuestro entorno en un lugar plagado de injusticia, pobreza, corrupción, violencia y daño al medio ambiente. Entonces, para “engañar el hambre”, consumimos “algarrobas” que, como explica san Ambrosio, sólo sirven de peso y no de utilidad[3]: alcohol, drogas, infidelidad, comercio sexual, materialismo, racismo, intolerancia, envidia, chismes, rencores.
Pero Jesús no nos abandona, sino que, como hizo Moisés[4], interviene a nuestro favor; se hace uno de nosotros y nos busca para, amando hasta dar la vida, rescatarnos y conducirnos a Dios, que hace la vida feliz para siempre[5]. Sólo hace falta que, como el joven de la parábola, tomemos conciencia de nuestra dignidad y decidamos volver al Padre, para quien, como decía san Juan Pablo II: “un hijo, por más pródigo que sea, nunca deja de ser hijo”[6].
Él no desprecia al que le abre el corazón, y, reconociendo sus errores y dispuesto a enmendarse, le pide ayuda[7]. ¡Él perdona, restaura y lo lleva a todo a plenitud! Así debemos ser sus hijos. No vayamos a ser como el hijo mayor de la parábola, que, lleno de egoísmo despreció a su hermano y a su propio Padre, condenándose a ser “destructor” en lugar de “reconstructor” y a quedar fuera de la felicidad, que sólo se encuentra en el amor.
Por nuestro bien y el de los demás, confiemos en Dios, dejémonos perdonar y rescatar por él. Nunca es tarde para hacerlo. Y cuando veamos a alguien que cae, y que incluso nos hace daño, seamos misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. In Evang, hom. 34.
[2] Cf. Aclamación: 2 Cor 5,19.
[3] Cf. Ut sup.
[4] Cf. 1ª Lectura: Ex 32,7-11.13-14.
[5] Cf. 2ª Lectura: 1 Tim 1,12-17.
[6] Cf. Dives in Misericordia, IV, 6.
[7] Cf. Sal 50.