El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día (cf. Jn 6,51-58)
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Todos queremos vivir. Y queremos vivir sanos y bien. Para eso necesitamos alimentarnos correctamente. Sin embargo, ninguna comida y ninguna bebida en esta tierra pueden hacer realidad el sueño de vivir sanos para siempre. Por eso me pregunto, ¿qué sucedería si, en un mundo plagado de alimentos para bajar de peso, quitar las llantitas y desarrollar los músculos, apareciera uno que hiciera posible que nunca muriéramos? Seguramente muchos sacrificarían lo que fuera con tal de comprarlo.
¿Pues saben qué?, ese alimento ya existe, y está al alcance de todos gratuitamente. Dios, autor de cuanto existe, que es la sabiduría, nos ha puesto la mesa y nos invita a comerlo[1] ¿Y qué alimento es? El mejor de todos: él mismo, que se ha hecho uno de nosotros en Jesús. Por eso nos dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.
Él es el pan vivo que ha bajado del cielo para, amando hasta dar la vida, liberarnos del pecado que cometimos y entregársenos como alimento en la Eucaristía para unirnos a él, darnos su Espíritu y hacernos hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz. Por eso san Agustín dice que esta comida y esta bebida, “hace inmortales e incorruptibles a aquéllos que la reciben”[2].
“La comunión –recuerda el Papa– es asimilación: comiéndole a él, nos hacemos como él… Nutrirnos de ese «Pan de vida» significa entrar en sintonía con el corazón de Cristo, asimilar sus elecciones, sus pensamientos, sus comportamientos. Significa entrar en un dinamismo de amor y convertirse en personas de paz, personas de perdón, de reconciliación, de compartir solidario… El Cielo comienza precisamente en esta comunión con Jesús” [3].
Él nos da la fuerza para entender cuál es la voluntad de Dios[4]; que lo amemos, que nos amemos a nosotros mismos, y que amemos a los demás, dando lo mejor de nosotros a los que nos rodean para ayudarles a tener una vida digna, una vida cada vez mejor, una vida plena que llegue a ser eterna.
Hagámoslo en casa, con los vecinos, en la escuela, en el trabajo, en la comunidad, en la sociedad, especialmente con los más necesitados. Procuremos que aquello que decimos y hacemos haga el bien. Y aunque quizá enfrentemos incomprensiones y rechazos, ¡no nos echemos para atrás! Como Jesús, sigamos dándonos a los demás. Busquémoslo en la Eucaristía y nada nos faltará[5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Prov 9, 1-6.
[2] In Ioannem, tract., 26.
[3] Angelus, Domingo 16 de agosto de 2015
[4] Cf. 2ª Lectura: Ef 5, 15-20.
[5] Cf. Sal 33.