Envió a los discípulos de dos en dos (cf. Mc 6,7-13)
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Jesús nos quiere mucho. Él, en quien Dios, creador de todas las cosas, nos ha dado la más grande de las bendiciones: liberarnos del pecado, darnos su Espíritu y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz[1] ¡Para eso nos amó hasta derramar su sangre! ¿Cómo podríamos dudar de su amor?
Él, deseoso de que todos conozcamos cuál es la esperanza que nos da su llamamiento[2], envía a los Doce, de dos en dos, con poder sobre los espíritus inmundos, no para beneficio propio, sino de los demás[3]. Los envía a sanar a los enfermos que, a causa del pecado, no tienen fuerzas para hacer buenas obras[4], y ayudarnos a todos a alcanzar la plenitud de Cristo, como dice san Hilario[5].
Y para que pudieran cumplir con éxito la misión, les manda que solo lleven para el camino un bastón, sandalias y una túnica. Así les enseña que la clave es confiar en Dios, más que en los medios humanos; desear, no los bienes temporales, sino los eternos; y buscar lo realmente necesario, librándonos del ancla de lo superfluo, que no permite avanzar.
¿Y qué representan el bastón, las sandalias y la única túnica? Lo explica san Agustín: el bastón es ejercer la autoridad como servicio; las sandalias, que dejan descubierto el pie por arriba y cubierto por abajo, significan que el Evangelio no se debe ocultar ni se debe apoyar en los intereses temporales; y la sola túnica significa que nuestra conducta debe ser sencilla, sin doblez[6].
Todo esto vale para nosotros, a quienes Jesús envía. Como a Amós y a los Doce, el Señor nos dice: “Ve y profetiza”[7]. Escuchemos sus palabras, que dan paz[8]; esa paz que proviene de saber que él está con nosotros y nos ayuda para que, poniendo de nuestra parte, realice lo que nos pide.
¿Y qué nos pide? Entrar en el corazón de los demás, no a la fuerza, sino por la buena, logrando que nos quieran recibir. Entrar en el corazón del esposo, de la esposa, de los hijos, de los papás, de los hermanos, de la suegra, de la nuera, de los amigos, de los vecinos, de los compañeros, de los necesitados, y quedarnos ahí, compartiendo sus alegrías y sus penas, sus éxitos y sus fracasos, sus sueños y sus desilusiones, y ayudarlos a vivir con dignidad, a realizarse, a encontrar a Dios, a ser felices.
“El camino del cristiano –recuerda el Papa– es simplemente transformar el corazón. El suyo, y ayudar a transformar el de los demás” [9]. Solo así libraremos a muchos del drama de la soledad, que lleva a cometer tantos errores, como confesaba la creatura fabricada por Frankeinstain, en la novela de Mary Shelley: “Mis vicios son los vástagos de una soledad impuesta que aborrezco”[10]
¡Nunca dejemos a nadie solo! Ni a la familia, ni a los amigos, ni a los compañeros, ni a los migrantes, ni a los necesitados, ni a los que se equivocan, ni a los que fallan. Entremos con amor a sus corazones y a sus vidas para comunicarles la salud y la vida que sólo Jesús puede dar.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª Lectura: Ef 1, 3-14.
[2] Cf. Aclamación: Ef 1,17-18.
[3] Cf. GLOSA, Catena Aurea, 4005
[4] Cf. REMIGIO, Catena Aurea, 4005.
[5] Cf. SAN HILARIO, in Matthaeum, 10.
[6] Cf. De consensu evangelistarum, 2,
[7] Cf. 1ª Lectura: Am 7,12-15.
[8] Cf. Sal 84.
[9] Homilía en la Misa celebrada en Campo grande de Ñu Guazú, Asunción, Domingo 12 de julio de 2015
[10] Frankeinstain o el moderno Prometeo, libros en red, 2004, Amertown Internacional, S.A, p. 116.