Estén preparados (cf. Lc 12, 32-48)
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A veces los temores nos abruman; ¿Se resolverá este problema? ¿Qué pasará con esta enfermedad? ¿Cómo se pondrán las cosas en el futuro? Pero el mayor temor es saber que un día moriremos. Pues hoy Jesús nos dice que no debemos temer, porque nuestro Papá Dios, creador de todas las cosas, ha querido unirnos a él para que gocemos de su felicidad sin final.
Para eso envió a Jesús, que nos ha rescatado del pecado, nos ha dado su Espíritu y nos ha hecho hijos suyos, partícipes de su vida plena y eterna. Lo único que nos toca es estar listos para que cuando él vuelva pueda darnos esa dicha ¿Cómo? Permaneciendo en gracia, conservando encendida la luz de la fe, y cumpliendo la misión que él nos ha confiado: amar y servir.
Dios mismo nos echa la mano; nos libera del pecado, nos une a él mediante el bautismo y la confesión, y enciende en nosotros la luz de la fe, que, permitiéndonos poseer, ya desde ahora, lo que esperamos, nos impulsa a confiar en él y hacer lo que nos pide, como hicieron Abraham y Sara, que ansiaban una patria mejor: el cielo[1]. Porque la fe nos hace reconocer la firmeza de las promesas que hemos creído[2].
¿Cómo mantener encendida la lámpara de la fe? Con la Palabra de Dios, los Sacramentos, la oración, e iluminando la vida del prójimo con nuestras obras, como dice san Gregorio[3]. A eso se refiere Jesús cuando nos pide administrar fielmente los bienes de Dios, que él nos ha confiado ¿Qué bienes? Nosotros mismos, nuestra familia, nuestra Iglesia, nuestra sociedad y el medioambiente.
Sí, nosotros, los demás y el mundo somos de Dios. Él nos creó, él nos mantiene en la existencia, él nos ha salvado y él nos conduce a la plenitud. Por eso, para administrar bien nuestro cuerpo, nuestra afectividad, nuestra inteligencia y nuestra alma, debemos hacer lo que él nos enseña. Y lo mismo en el trato con la familia, con los vecinos, con los compañeros, y en la forma de desempeñar nuestras labores, nuestros derechos y nuestros deberes ciudadanos, nuestra vida cristiana y la relación con la creación.
El Señor nos enseña que la clave para administrar bien es el amor, que nos hace comprensivos, justos, serviciales, solidarios, pacientes, y capaces de perdonar y de pedir perdón. Así, amando, acumulamos en el cielo un tesoro que no se acaba y que nada puede destruir. Y donde está nuestro tesoro, ahí está nuestro corazón, es decir, aquello que amamos.
Es cierto que amar es difícil, porque exige sacrificios y renuncias. Pero, como dice el Papa, la esperanza de poseer el Reino de Dios en la eternidad nos impulsa a trabajar para mejorar las condiciones de la vida terrena, especialmente de los necesitados[4].
Comprendiendo lo que está en juego, ¡la eternidad!, estemos preparados, como aconseja san Gregorio: teniendo los ojos de la inteligencia abiertos a la luz verdadera y obrando conforme a lo que creemos[5]. Hagámoslo fiados en el Señor, que es nuestra esperanza, nuestra ayuda y nuestro amparo[6].
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª. Lectura: Hb 11,1-2.8-19.
[2] Cf. 1ª. Lectura: Sb 18,6-9.
[3] Cf. In Evang., hom. 13.
[4] Cf. Ángelus, Domingo 7 de agosto de 2016.
[5] Cf. In Evang., hom. 13.
[6] Cf. Sal 32.