¡Óyeme, niña, levántate! (cfr. Mc 5, 21-43)
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¡Cómo duele ver enfermo a un hijo, o a papá, a mamá, a un hermano, al esposo o la esposa! ¡Cómo angustia mirar que su vida se va apagando! ¡Cómo se sufre cuando una persona querida se destruye a causa del egoísmo, la envidia, el rencor, la avaricia o las adicciones! ¡Cómo preocupa ver nuestra sociedad enferma de mentira, injusticia, pobreza, corrupción, indiferencia y violencia! Así lo vivía Jairo, cuya hija estaba agonizando.
También es terrible estar enfermo. Porque además del padecimiento, la enfermedad, sea física, emocional o espiritual, nos aísla. Y es desesperante gastar tiempo, dinero y esfuerzo en remedios, y ver que, lejos de curarnos, vamos empeorando. Eso era lo que sufría la mujer que padecía de flujo de sangre, cuya enfermedad, además, la hacía “impura”, “contagiosa”, lo que la aislaba de su familia y del resto de la comunidad.
¿Y qué hicieron ella y Jairo? Se acercaron a Jesús, que vino a su encuentro. Eran realistas; sabían que sus problemas eran muy grandes, y que parecían no tener remedio. Pero no se resignaron. Confiaron en que Jesús podía sacarlos adelante. Porque ambos, iluminados por la fe, supieron ver que él es Dios hecho uno de nosotros para salvarnos.
Ese Dios que lo creó todo saludable y para que subsistiera[1]. Ese Dios que, cuando vio que, seducidos por el demonio, desconfiamos de él y pecamos, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, se encarnó de María y vino a nosotros para, amando hasta dar la vida, liberarnos del pecado y hacer nuestra vida por siempre feliz, dándonos su Espíritu, uniéndonos a él y haciéndonos hijos suyos ¡Así ha convertido nuestro duelo en alegría[2]!
Lo único que hace falta para que pueda sacarnos adelante es que tengamos fe, es decir; que confiemos en él, uniéndonos a él a través de su Palabra, sus sacramentos y la oración, y que hagamos lo que nos pide ¿Y qué nos pide? Que lo amemos a él y al prójimo, como Jesús, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza[3].
Se trata de compartir nuestro ser, nuestro tiempo, nuestras capacidades, nuestra fe y nuestros bienes para ayudar a hacer sana, feliz y eterna la vida de la familia, los amigos, los vecinos, los compañeros de escuela, de trabajo y de comunidad; de los enfermos, los pobres, los migrantes, las víctimas de la violencia, y los que andan por mal camino.
Habrá momentos en los que parezca que todo está perdido, como sucedió a Jairo, a quien le mandaron decir: “Ya se murió tu hija ¿Para qué sigues molestando al Maestro?”. Pero Jesús lo animó, dándole esta esperanza: “No temas, basta que tengas fe”. Él, como dice el Papa, nos repite esto[4]. Lo hace sobre todo cuando sentimos que nosotros, nuestra familia, nuestra Iglesia y nuestra sociedad ya no tienen remedio; que ya nada se puede hacer, y que ni siquiera tiene sentido acudir a él.
Así como curó a la mujer que padecía flujo de sangre, sanándola, como dice san Juan Crisóstomo, de la causa de su mal, es decir, sus pecados[5], también Jesús puede curarnos a nosotros de los nuestros. Y así como resucitó a la hija de Jairo, él, como explica san Beda, puede levantarnos para que adelantemos en las buenas obras[6], y resucitarnos al final para que gocemos de Dios por toda la eternidad ¡Ánimo! Tengamos fe, y él lo hará.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Sb 1,13-15; 2,23-24.
[2] Cf. Sal 29.
[3] Cf. 2ª Lectura: 2 Cor 8, 7.9.13-15.
[4] Cf. Angelus, 28 de junio de 2015.
[5] Cf. Homilia in Matthaeum, 31.
[6] Cf. In Marcum, 2,22.