Amen a sus enemigos (cfr. Mt 5, 38-48)
Eclo 15,15-20
1 Cor 2,6-10
Mt 5,17-37
Giovannino Guareschi, autor de “Don Camilo”, fue enrolado en el ejército italiano durante la Segunda Guerra Mundial, y luego, tras el Armisticio de Italia, fue recluido junto a otros soldados en un campo de prisioneros en Polonia y Alemania. Cuando fue liberado, volvió a casa con el aspecto de un cadáver. Pero en sus ojos había tal brillo, que su mujer le dijo: “¡Parece que has vencido tú la guerra!” A lo que él respondió: “Sí, me siento un vencedor, porque en todo este tiempo no he llegado a odiar a nadie”.
Sin duda, Guareschi había sufrido muchas injusticias; pero no se dejó derrotar por uno de los peores enemigos, que nos carcome por dentro: el odio, que lleva al rencor y la venganza. Lo hizo confiando en Dios, que nos dice: “No odiarás a tu hermano… No te vengarás… ni guardarás rencor, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo”[1].
Seguramente, como a Guareschi, muchos nos han lastimado: papá, mamá, los hermanos, la novia, el esposo, los hijos, la suegra, la nuera, los vecinos, los amigos, los compañeros de escuela o de trabajo, los maestros, los jefes, la sociedad. Sin embargo, como decía san Juan Pablo II, “no se puede permanecer prisioneros del pasado”[2] ¡No nos merecemos vivir con la herida abierta y siempre sangrante del rencor!
“Ustedes –dice san Pablo– son templo de Dios”[3] ¡Valemos mucho! ¡Somos hijos de Dios! Y él “es compasivo y misericordioso”[4]. Así nos lo ha demostrado cuando, después de que desconfiamos de él y pecamos, no nos trató como merecían nuestras culpas, sino que nos perdonó y envió a su Hijo para rescatarnos del sepulcro, darnos su Espíritu de amor y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz.
¿Qué nos toca hacer? Vivir plenamente, como hijos suyos. Por eso Jesús nos dice: “Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos”.
“¿De qué aprovecha –señala san Agustín– el que una vez herido, vuelvas tú a herir?”[5]. “¿Acaso cuando tú te vengas de otro –comenta un autor de la patrística–, evitas el que él te vuelva a herir? Antes por el contrario, le instigas para que te hiera, porque la ira no se reforma con la ira, sino que más bien se enciende”[6].
Perdonar no es olvidar o negar lo que ha sucedido. El perdón, como explica san Juan Pablo II, exige la verdad y la justicia: “El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado” [7]. Perdonar es releer con sentimientos nuevos lo que sucedió en el pasado, aprendiendo de las experiencias sufridas “que sólo el amor construye”[8].
Quizá sintamos que amar a los enemigos y orar por ellos es imposible. Sin embargo, como señala san Jerónimo, “Jesucristo no manda cosas imposibles, sino perfectas” [9]. Para vivir en libertad y plenitud como él nos enseña, necesitamos, como dice san Agustín, tres cosas: tender al amor, rogar a Dios y luchar con uno mismo[10]. Haciéndolo así, nos iremos encaminando a ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Lv 19,1-2.17-18.
[2] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1997, 3.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 3,16-23.
[4] Cf. Sal 102.
[5] De sermone Domini, 1, 19.
[6] Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 12.
[7] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1997, 5.
[8] Ibíd., 3.
[9] Cantena Aurea, 3543.
[10] Enchiridion, 73.