Dichosos ustedes (cf. Lc 6,17.20-26)
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Un paciente, al que el médico había recetado medicina, dieta, ejercicio y dejar el cigarro, aunque mejoraba cada vez más, se sintió incómodo con el tratamiento. Hasta que un día, muy de mañana, llamó al consultorio y dijo: “Ya me cansé del tratamiento ¿Podría mejor tomar la medicina sólo cuando me sienta mal, hacer la dieta y el ejercicio cuando me nazca, y fumar un cigarro al día?”. “Si”, fue la respuesta. Entonces, sorprendido, exclamó: “Si podía ser así, ¿por qué me dio una receta tan exigente doctor?”. “¿Doctor? –respondió la voz– ¡Soy el velador! Y por mí haga lo que le dé la gana”.
Dios no es como ese velador, que ni sabe ni le interesa el paciente; él sí sabe y se interesa por nosotros ¡Y cómo no, si él nos creó! ¡Somos hijos suyos! ¡Nos ama! Por eso, cuando vio que al desconfiar de su amor adquirimos la enfermedad mortal del pecado, se hizo uno de nosotros en Jesús para, amando hasta dar la vida, ofrecernos una salud que dura, no un rato, sino por siempre[1].
Lo único que hace falta es que le tengamos confianza y, poniendo nuestra esperanza en en él[2], con la ayuda de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración, sigamos la “receta” que nos da en las bienaventuranzas, en las que nos dice que para ser por siempre felices debemos ser pobres, tener hambre, llorar y no echarnos para atrás cuando suframos alguna persecución por ser discípulos suyos.
¿A qué pobreza se refiere? A la moderación, que nos ayuda a no dejarnos esclavizar por la codicia[3], que daña nuestra relación con Dios y con los demás ¡Cuántas injusticias, pleitos y violencia en casa y en la sociedad son provocados por la avaricia! No es la fortuna, sino el apego a la fortuna lo que está mal, como señala san Ambrosio[4]. Por eso el Papa aconseja recordar que si Dios nos da algo, es para hacer el bien a los otros[5].
Eso requiere tener hambre; hambre de ser buenos y de amar; hambre de ser comprensivos, justos, pacientes y serviciales; hambre de perdonar y de pedir perdón por los errores que cometemos, con los que ofendemos a Dios, nos degradamos y lastimamos a los que nos rodean. Así, esa hambre nos permite sacar lo malo que hay en nuestra vida llorando nuestras faltas, dispuestos a corregirnos y mejorar, aprendiendo a llorar por las penas ajenas, como señala san Juan Crisóstomo[6].
Sin duda, ser moderados, tener deseos de ser buenos, reconocer nuestras faltas, hacer nuestro lo que le sucede a los demás y echarles la mano, nos traerá persecuciones, internas y externas. Porque nuestro egoísmo nos hará la guerra, y no faltarán las presiones de una sociedad individualista, que, como hace notar el Papa, nos hace creer que lo más importante es la diversión, y que enseña que, cuando nos topemos con alguien que sufre, lo mejor es mirar para otro lado[7].
Pero quien hace eso se encierra en la soledad estéril e irreal de un mundo virtual, que tarde o temprano termina. Por eso, no nos dejemos guiar por mundanos criterios, sino por la Ley de Dios. Así seremos dichosos y exitosos por toda la eternidad[8] ¡Vale la pena!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª Lectura: 1 Co 15,12.16-20.
[2] Cf. 1ª Lectura: Jer 17,5-8.
[3] Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Catena Aurea, 9620.
[4] Cf. Catena Aurea, 9624.
[5] Cf. Homilía, 24 de mayo de 2018.
[6] Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom 18, ad prop. Antioch.
[7] Cf. Homilía, 9 de junio de 2014.
[8] Cf. Sal 1.