Yo rogaré al Padre, y él les enviará otro Consolador (cf. Jn 14, 15-21)
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En la vida hay momentos difíciles. Y lo peor que puede pasarnos cuando atravesamos una enfermedad, una pena o un problema, es sentir que estamos solos. Jesús lo sabe. Por eso, hoy nos dice que no nos dejará desamparados.
Es más, promete que rogará al Padre para que nos envíe un Defensor más, que esté siempre con nosotros: el Espíritu Santo, que, como decía san Juan Pablo II, de quien mañana se cumple el centenario de su nacimiento, es en la Trinidad la Persona el Amor[1].
¡El amor! Todos lo necesitamos. Incluso, como explica Benedicto XVI, cuando experimentamos un gran amor por parte de la familia, de la novia, de los amigos, eso se convierte en un momento de “redención” que da nuevo sentido a la existencia; sin embargo, por grande que sea ese amor, nos damos cuenta que necesitamos un amor más grande; un amor incondicionado y absoluto. Un amor infinito. Y ese amor solo lo puede dar Dios[2].
¿Qué nos toca hacer para recibir al que es la Persona del Amor? Estar abiertos a él. Porque, como explica san Gregorio, quienes son mundanos, es decir, aquellos que están encerrados en sí mismos y solo se interesan por lo material, no le dejan espacio[3]. ¿Y cómo se hace para estar abiertos al Espíritu Santo? Lo dice Jesús: amándolo a él y cumpliendo sus mandamientos, que se resumen en amar a Dios y al prójimo.
Quien ama a Dios y al prójimo, nunca está solo; permanece unido a Jesús y al Padre gracias al Espíritu de la Verdad y del Amor, quien, incluso en los peores momentos, le hace percibir cómo Jesús se manifiesta a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración, del prójimo y de los acontecimientos, y es capaz de transformarlo todo para ayudarnos a salir adelante[4].
Él nos da la fuerza de su amor para que nosotros también le echemos la mano a los demás, y así nadie se sienta solo; ni la familia, ni los amigos, ni los vecinos, ni los compañeros, ni los más necesitados. Porque quien ama, hace maravillas; le cambia la vida a los demás, como hacía Felipe que, como escuchamos en la primera lectura, no solo predicaba sino que actuaba[5].
Amando, veneramos a Cristo y damos razones de la esperanza que hay en nosotros, como aconseja san Pedro[6]. Sin embargo, hay que tener presente que, como recuerda el Papa Francisco: “saber amar no es nunca un dato adquirido una vez para siempre… Cada día se debe aprender el arte de amar… con la ayuda (del) Espíritu Santo”[7].
Pidámosle al Espíritu Santo que, así como Jesús, amando hasta el extremo de hacerse uno de nosotros y dar la vida, nos ha liberado del pecado y nos ha unido al Padre, regalándonos así la posibilidad de alcanzar una vida plena y eterna, seamos capaces de aprender cada día el arte de amar, para ofrecer a la familia y a cuantos nos rodean un amor que, como decía san Juan Pablo II, sea creativo, concreto y activo[8].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Dominum et vivificantem, 10.
[2] Cf. Spe salvi, 26.
[3] Moralium 5,20.
[4] Cf. Sal 65.
[5] Cf. 1ª Lectura: Hch 8,5-8. 14-17.
[6] Cf. 2ª Lectura: 1 Pe 3,15-18.
[7] Regina coeli, 21 de mayo de 2017.
[8] Cf. Novo millennio ineunte, 49.