Curó a muchos enfermos de diversos males (cf. Mc 1, 29-39)
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El mundo es bello y la vida una aventura extraordinaria. Sin embargo, con frecuencia las nubes de las enfermedades, las penas y los problemas oscurecen este hermoso paisaje. Por eso Job reconoce que la vida en la tierra “es como un servicio militar”[1].
¿Qué hacer entonces? ¿Enojarnos con Dios? ¿Negarlo? ¡No! Porque si lo hacemos, el dolor y las dificultades seguirán ahí, pero ahora estaremos solos para enfrentarlos, sin sentido, y sin una esperanza que nos dé fuerza para seguir adelante.
San Agustín, que lo entendió, dijo al Señor: “No oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, y yo miserable” [2]. Así se dejó encontrar y sanar por Dios, que en Jesús se ha hecho uno de nosotros para hacer suyas nuestras debilidades[3].
Jesús ha venido a curarnos del pecado, a comunicarnos su Espíritu, y a darnos la salud de ser hijos de Dios, ¡partícipes de su vida por siempre feliz, que consiste en amar! Y al igual que hizo con la suegra de Simón, que estaba enferma, se acerca a nosotros para levantarnos en los momentos de dolor y dificultad.
¿Cómo lo hace? Descubriéndonos que él está con nosotros para hacernos ver que todo tiene sentido, mostrarnos la meta maravillosa y sin final que nos aguarda, y ayudarnos a seguir adelante hasta alcanzarla. Por eso san Juan Pablo II decía: “Cuando todo se derrumba alrededor de nosotros, y tal vez también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo nuestro apoyo que no falla”[4] ¡Él sana los corazones quebrantados y venda las heridas[5]!
Cuando nos visiten las enfermedades, las penas y los problemas, acudamos a Dios, que viene a nosotros a través de su Palabra, sus sacramentos, la oración, el prójimo y los acontecimientos, y dejémosle que nos ayude dándonos la fuerza de su amor que, como dice san Beda, nos hace ponernos al servicio de los demás[6].
¡Hay tantos que sufren en el alma o en el cuerpo! Y nosotros podemos hacer algo para ayudarlos. Lo primero, “avisarle” a Jesús, es decir, orar por ellos, como hicieron los que le avisaron que la suegra de Simón estaba enferma. Y lo segundo, como san Pablo, anunciar el Evangelio, con nuestras palabras y obras[7], siendo comprensivos, justos, pacientes, serviciales, perdonando y pidiendo perdón.
De esta manera estaremos contribuyendo a que, aún en medio de las enfermedades, las penas y los problemas, todos podamos seguir adelante, exclamando con esperanza, aquello que san Agustín confesó así “Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena toda de ti” [8].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Jb 7,1-4.6-7.
[2] Cf. Confesiones, Libro X, Cap. 28, 39.
[3] Cf. Aclamación: Mt 8, 17.
[4] Memoria e Identidad, Ed. Planeta, México, 2005, p. 170.
[5] Cf. Sal 146.
[6] Cf. Super Lucam, cap. 4.
[7] Cf. 2ª. Lectura: 1 Cor 9,16-19.22-23.
[8] Confesiones, Libro X, Cap. 28, 39.

