Si el grano de trigo, sembrado en la tierra, muere, producirá mucho fruto(cf. Jn 12, 20-33)
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“Queremos ver a Jesús”. Estas palabras, como dice el Papa, dejan ver un deseo presente en el corazón de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no lo han encontrado aún[1]. También expresan nuestro anhelo: ver a Jesús, unirnos a él y vivir como enseña. Porque en lo más profundo de nosotros sabemos que sólo él puede liberarnos de la soledad, darle sentido a todo, y ofrecernos una vida por siempre feliz.
Jesús responde a éste deseo atrayéndonos hacia sí, dejándose levantar en la cruz, donde nos hace ver quién es Dios y la grandeza de su amor por nosotros. Un amor sin límites y sin final. Un amor que le ha llevado a hacerse uno de nosotros para rescatarnos del error que cometimos al desconfiar de él y pecar, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte.
¿Cómo lo hace? Amando hasta dar la vida. Jesús, como dice san Beda, se encarnó para que, muriendo, resucitase multiplicando[2]. Porque resucitando, nos ha convocado en su Iglesia, nos ha comunicado su Espíritu y nos ha hecho hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz[3].
Por eso Jesús dice que ha llegado la hora de que sea glorificado. La hora en que se cumple la alianza nueva que el Creador ofreció: ser nuestro Dios y nosotros su pueblo[4]. La hora en que nos hace ver lo mucho que nos ama y lo valiosos que somos para él. La hora en que nos demuestra hasta dónde es capaz de llegar para salvarnos. La hora en que nos invita a salir del egoísmo que nos condena a una soledad eterna y seguirlo, amando a Dios y al prójimo, para que podamos estar donde él está: con Dios.
Sin embargo, a veces amar es difícil. Porque implica renunciar a muchas cosas que nos gustan y hacer otras que no nos gustan; como ser comprensivos y pacientes, dedicar más tiempo a la familia y menos a las propias diversiones, acomedirnos en casa, no entrarle al bullying en la escuela o en el trabajo, ser justos, renunciar a hacer trampa o a un negocio “chueco”, ayudar a los necesitados, perdonar y pedir perdón, hacer el bien a los que no queremos y no nos quieren.
Jesús mismo reconoció que tenía miedo al pensar en lo que tendría que soportar por amor. Pero no se echó para atrás; confiando en Dios vio más allá de lo inmediato, puso sus ojos en la meta, y siguió adelante. Y nosotros ¿Confiamos en Dios? ¿Le creemos cuando nos enseña que el auténtico poder, capaz de darle sentido a todo, de construir una familia y un mundo mejor y de alcanzarnos una felicidad sin final es el amor, que es él mismo?
Siendo honestos, muchas veces le hemos fallado. Pero, ¡ánimo! Siempre podemos pedirle que nos purifique de nuestros pecados y nos dé su salvación[5], escuchando su Palabra, recibiendo sus sacramentos, orando y comprometiéndonos a mejorar y a enseñar a los descarriados sus caminos, dando ejemplo de fe, de esperanza, de comprensión, de paciencia, de justicia, de solidaridad, de ayuda y de perdón.
Así, como buenos discípulos misioneros suyos, amando a los que nos rodean, daremos respuesta al deseo de la familia, de los amigos, de los compañeros de escuela o de trabajo, y de la gente que nos pide, con palabras o en el silencio de su más profunda necesidad: “Queremos ver a Jesús”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Angelus, 22 de marzo de 2015.
[2] Cf. Catena Aurea, 13220.
[3] Cf. 2ª Lectura: Hb 5, 7-9.
[4] Cf. 1ª Lectura: Jr 31, 31-34.
[5] Cf. Sal 50.