Yo soy la resurrección y la vida (cf. Jn 11, 1- 45)
Ez 37, 12-14
Rm 8, 8-11
Jn 11, 1-45
¡Qué implacable es la muerte! Nos llega a todos, sin importar edad o posición social, y nos lo arrebata todo: el cuerpo, las personas que amamos, las cosas que valoramos, nuestros proyectos ¡Todo! Por eso, cuando muere un ser querido o nosotros mismos vemos cercana la muerte, sentimos temor, enojo, tristeza y rebeldía ¿Es normal? ¡Claro! Porque Dios nos creó para vivir por siempre; sin embargo, desconfiamos de él y pecamos, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte[1]
Pero Dios se hizo uno de nosotros en Jesús para vencer al pecado, sacarnos del sepulcro y conducirnos a él, que hace la vida plena y eterna[2]. Esto es lo que Jesús revela a Marta y a María, a las que, comprendiendo lo que estaban sufriendo por la muerte de su hermano Lázaro, se acercó para darles el consuelo y la esperanza definitivos: “Yo soy la resurrección y la vida –les dice–. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
También nos lo dice a nosotros; a los que, como las hermanas de Lázaro, hemos sufrido la muerte de un ser querido, y sabemos que un día habremos de morir ¡Sólo Jesús puede ofrecernos una vida tan plena, que llegue a ser eterna!
Habrá quien nos brinde los avances de la ciencia y la tecnología para prevenir, curar o aliviar algunas enfermedades y mejorar nuestra calidad de vida, pero ¡nadie!, excepto Cristo, puede ofrecernos vencer a la muerte. Con él nunca estamos solos y todo tiene sentido, porque, como afirma san Agustín, aunque muramos en la carne, viviremos en el alma hasta que resucite la carne para no morir después jamás[3]
Sólo hace falta creer en él. Y creer en Jesús, como dice el Papa, es escuchar su invitación a liberarnos de las “vendas” del egoísmo y del orgullo[4], y salir hacia la vida verdadera y eterna, que es unirse a él y dejarse guiar por su Espíritu, para amar y hacer el bien, confiando en que el Padre dará vida a nuestros cuerpos mortales[5]
Quizá hasta ahora no lo hemos hecho. No nos desanimemos. Desde el abismo de nuestros pecados, arrepentidos, clamemos confiadamente a Dios misericordioso, de quien procede el perdón y la redención[6]. Y comencemos una nueva vida, ayudando a la familia, a los vecinos, a los compañeros de escuela y de trabajo, y a los más necesitados, a salir del sepulcro del pecado, la soledad, la injusticia, la pobreza, la corrupción y la violencia, y llevémoslos a Jesús, que nos llama a todos para darnos vida.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sb 2,24.
[2] Cf. 1ª Lectura: Ez 37,12-14.
[3] Cf. Catena Aurea, 13117.
[4] Cf. Ángelus 6 de abril de 2014
[5] Cf. 2ª Lectura: Rm 8,8-11.
[6] Cf. Sal 129.