Alégrense, porque su premio será grande en los cielos (cf. Mt 5, 1-12)
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A santa Juliana de Norwich le tocó una época muy difícil: la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra; el cisma de Occidente, que sumergió a la Iglesia en una terrible crisis y división; y la Peste Negra, que mató a casi la mitad de la población.
Pero siguió adelante, amando y haciendo el bien, alentada por estas palabras que le dirigió Jesús: “todo acabará bien… sea lo que sea, acabará bien”[1].
“Todo acabará bien”. Esa es la gran esperanza que nos anima hoy en la celebración de todos los santos, entre los que, como dice el Papa, pueden estar familiares y amigos que, a pesar de sus imperfecciones y caídas, siguieron adelante, y ahora que han llegado a Dios nos siguen queriendo y nos echan la mano intercediendo por nosotros[2].
Contemplar esa multitud que ha alcanzado la meta[3], nos anima, porque nos hace ver que a pesar de todo el mal que hay en el mundo y de todas las penas y problemas, todo pasará y al final vencerá el amor, que en definitiva es Dios, quien hace triunfar para siempre el bien y la vida.
Para eso el Padre, creador de todo, envió a su Hijo, que, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, derrotó al pecado y a la muerte, nos compartió su Espíritu y nos hizo hijos de Dios, dándonos así la posibilidad de participar de su vida por siempre feliz. A nosotros toca ir a Jesús[4], unirnos a él a través de su Palabra, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, y de la oración, y seguir el camino que nos enseña: el amor.
Ese amor que nos lleva a reconocer que necesitamos de Dios, y, como explica el Papa, dejarle entrar en nuestra vida[5]. Así, con su luz, podremos mirar la totalidad de lo real y descubrir que, como señala san Hilario, con nuestros pecados nos degradamos a nosotros mismos, a los demás y a la tierra[6]. Entonces podremos arrepentirnos y mejorar, haciéndonos más sensibles y amables con los que nos rodean.
De esta manera sentiremos hambre y sed de Dios y de hacer el bien, como señala el Papa[7], siendo misericordiosos y manteniéndonos limpios de aquello que nos aleja de él, de nosotros mismos y de los demás[8]. Entonces, libres del egoísmo, estaremos en paz con nosotros mismos y llevaremos paz a la familia y a los que nos rodean, perdonando las ofensas y reconciliando a los que están enemistados, como hacía santa Mónica, que oía a ambas partes y solo decía aquello que podía servir para reconciliarlas[9].
Este es el camino que hace la vida plena y eterna. Sin embargo, no faltarán persecuciones internas, las del propio egoísmo, y externas, las de un mundo que nos ofrece y hasta nos presiona para que sigamos caminos muy diferentes. Pero si ponemos nuestra esperanza en Dios y vivimos como enseña[10], no dudemos que nuestro premio será grande en los cielos, donde todo, sea lo que sea, acabará bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Libro de revelaciones, 13.
[2] Cf. Gaudete et exsultate, 3.
[3] Cf. 1ª Lectura: Ap 7, 2-4. 9-14.
[4] Cf. Aclamación: Mt 11, 28.
[5] Gaudete et exsultate, 68.
[6] Cf. In Matthaeum, 4.
[7] Cf. Audiencia 11 de marzo 2020.
[8] Cf. Sal 23.
[9] Cf. San Agustín, Confesiones, L IX, Cap. IX, 2.
[10] Cf. 2ª Lectura: 1 Jn 3,1-3.