Como el Padre me ha enviado, así los envío yo… reciban el Espíritu Santo
(cf. Jn 20, 19-23)
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A veces vivimos encerrados por miedo. Miedo a ser heridos, como quizá lo hemos sido en casa, en la escuela, en el trabajo, en la Iglesia, y en un mundo plagado de egoísmo, mentira, injusticia, corrupción, violencia y muerte. Pero pasar la existencia encerrados, no es vida. Nos aísla, nos deja solos y estancados. Nos impide arriesgar para ir más allá.
Por eso Dios, que nos ha creado y nos ama, nos libera de ese cautiverio enviando a Jesús, que, hecho uno de nosotros y amando hasta dar la vida, resucitado, viene a nosotros, y, como dice san Agustín, mostrándonos sus heridas, cura nuestras dudas[1], al demostrarnos que nos ama, y que el amor es el verdadero poder, capaz de vencer al pecado y la muerte, y hacer triunfar para siempre el bien y la vida.
Por eso nos comparte la misión que el Padre le confió: amar y hacer el bien. Y para que podamos hacerlo, nos comunica al Espíritu Santo, que es el amor; ese amor que nos renueva[2], que nos da todos los dones[3], y que hace que hablemos el idioma que todos entienden: el amor, que conduce a la unidad y el progreso[4].
Para recibir la fuerza maravillosa del amor, solo se necesita que, como dice el Papa, estemos abiertos[5]; abiertos a Dios para que entre en nosotros a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía y de la oración; abiertos a la familia y a la gente, especialmente a la más necesitada, compartiendo lo que, por gracia de Dios, somos y tenemos[6], sin darnos por vencidos si los vemos cerrados.
Jesús no se resignó ante el encerramiento de sus discípulos; no dijo: “aquí no se puede” y se marchó, dejando las cosas como estaban, sino que entró en sus corazones. Como él, que nos envía con la fuerza del Espíritu, entremos en el corazón de la esposa, del esposo, de los hijos, de los hermanos, de la suegra, de la nuera, de los vecinos, de los compañeros y de la sociedad, perdonando, comprendiendo, siendo pacientes, justos, amables y solidarios.
Así supo hacerlo santa Mónica, cuya suegra la traía contra ella por chismes. Pero en lugar de cerrarse también, santa Mónica fue abriendo poco a poco el corazón de su suegra con amabilidad y paciencia, hasta que logró que se llevaran bien[7]. ¡Abramos las puertas cerradas con la fuerza del amor que nos da el Espíritu Santo! Hagámoslo, teniendo presente aquello que dice el refrán: “Se consigue más con una gota de miel que con un barril de hiel”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Catena Aurea, 14019.
[2] Cf. Sal 103.
[3] Cf. Secuencia.
[4] Cf. 1ª Lectura: Hch 2, 1-11
[5] Homilía 24 de mayo de 2015.
[6] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 12, 3-7. 12-13.
[7] Cf. San Agustín, Confesiones, IX, 9, 20.