Cuanto hicieron con el más insignificante, conmigo lo hicieron (cf. Mt 25,31-46)
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Todos queremos una vida en paz, en la que podamos ser libres, desarrollarnos y ser felices. Para eso, a lo largo de los siglos hemos inventado muchas formas de organización social y de gobierno, la mayoría de las cuales, o no nos han brindado lo que esperábamos, o por mucho que lo hagan, tarde o temprano se terminan.
Pero Dios, que nos creó para ser por siempre felices, no nos abandona; a pesar de que desconfiamos de su amor y pecamos, con lo que provocamos que el mal y la muerte entraran en el mundo, ha venido a buscarnos para reunirnos, curarnos, fortalecernos y cuidarnos[1].
Es más, se hizo uno de nosotros en Jesús, quien amándonos hasta el extremo, murió y resucitó para liberarnos del pecado y hacer que pudiéramos volver a la vida. Él nos ofrece, al final de esta peregrinación terrena, entrar para siempre en el Reino del Padre, donde la muerte será definitivamente aniquilada, y Dios será todo en todas las cosas[2].
Lo único que necesitamos para entrar en ese Reino es tener el “pasaporte” que demuestra que somos hijos de Dios y ciudadanos de su Reino. Y ese pasaporte se “imprime” amando y ayudando a los que tienen alguna necesidad, como Jesús enseña en el Evangelio.
Hay tantos hambrientos y sedientos de amor y de una vida digna. Hay tantos forasteros. Hay tantos enfermos del cuerpo o del alma. Hay tantos despojados de la parte que les corresponde de los bienes que Dios ha creado para todos. Hay tantos encerrados en una prisión o en la cárcel de las pasiones y adicciones. Y Jesús nos pide hacer algo por ellos.
San Juan Crisóstomo hace notar que en este pasaje del Evangelio, cuando Jesús explica a los que se condenaron porqué irán al castigo eterno, no les dice: “Estaba en la cárcel y no me sacaron; enfermo y no me curaron”; sino que les dice: “no me visitaron”, y “no vinieron a verme”; así nos enseña que él no pide cosas que estén fuera de nuestro alcance, sino que hagamos lo que podamos[3].
Ciertamente es imposible solucionar todos los problemas de la humanidad; pero sí podemos hacer algo por los que formamos parte de ella, empezando por casa. Si ponemos en práctica el amor al prójimo, el Reino de Dios se realiza en medio de nosotros. En cambio, como explica Benedicto XVI, si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo va a la ruina[4].
¿Qué no siempre es fácil preocuparse y ocuparse del prójimo? Es cierto. Pero no olvidemos que no estamos solos: Jesús, con quien nada nos falta, nos conduce y nos fortalece[5], si es que nos dejamos. ¡Hagámoslo! Y reconociéndole como nuestro Rey, recibamos la fuerza que nos da a través de su Palabra, sus sacramentos y la oración, para que, siguiendo su ley de amor, seamos capaces de contribuir a la construcción de una familia y de un mundo mejor, y de vivir en la casa del Señor por años sin término. Que nuestra Madre, Refugio de pecadores, nos ayude a hacerlo así.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Ez 34, 11-12.15-17.
[2] Cf. 2ª. Lectura: 1 Cor 15, 20-26.28.
[3] Cf. Homiliae in Matthaeum, hom. 79, 1.
[4] Cf. Angelus, 23 de noviembre de 2008.
[5] Cf. Sal 22.