Cuanto hicieron con el más insignificante, conmigo lo hicieron(cf. Mt 25,31-46)
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Como nosotros, santa Juliana de Norwich soñaba con ser feliz. Pero durante toda su vida sufrió el horror de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra; el doloroso cisma de Occidente, en el que primero dos y luego tres papas se disputaron la autoridad pontificia; la Peste Negra, que diezmó a Inglaterra y provocó una severa crisis económica y social; y padeció una enfermedad gravísima que la puso al borde de la muerte.
Pero Jesús se le manifestó y le dijo: “el pecado es la causa de todo este sufrimiento, pero todo acabará bien, y cualquier cosa, sea cual sea, acabará bien… Puedo transformar todo en bien, sé transformar todo en bien, quiero transformar todo en bien, haré que todo esté bien; y tú misma verás que todo acabará bien”[1].
¡Todo acabará bien! Eso es lo que Jesús, Rey del Universo, nos hace ver en el Evangelio. Aunque parezca que la mentira, la injusticia, la violencia, el sufrimiento y la muerte ganan la batalla, él, que haciéndose uno de nosotros vino a salvarnos y cuidarnos[2], volverá para culminar su obra, aniquilando para siempre todos los poderes del mal y uniéndonos definitivamente al Padre[3], en quien seremos felices por años sin término[4].
¿Qué nos toca hacer para que todo acabe bien para nosotros? Permanecer unidos a Jesús, a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas; y, con la ayuda del Espíritu Santo, vivir como enseña: amando y haciendo el bien, teniendo presente que él nos quiere tanto que, como dice el Papa, se identifica con nosotros, sobre todo cuando estamos necesitados, y se hace solidario con quien sufre para suscitar obras de misericordia[5].
Santa Teresa de Jesús lo comprendió. Por eso decía a sus religiosas: “…obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio… te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a tí… tomar trabajo por quitarle al prójimo… No piensen que no ha de costar algo. Miren lo que costó al Señor el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte, la murió tan penosa en la cruz”[6].
Se trata de imitar a Jesús, y, como señala san Juan Crisóstomo, ser útiles para los demás[7]. Hasta en nuestros momentos más difíciles, como la pandemia que estamos enfrentando, podemos hacer algo por quien padece necesidad, material o espiritual. Así supo hacerlo san Cipriano, quien frente a la peste que asoló a Cartago en el siglo III, se implicó en la asistencia a los enfermos, con esta convicción: “la peste, horrible y mortal, explora la justicia de cada uno” [8]; “…o se muestra misericordia al enfermo y al difunto, o aumentan los delitos de codicia y rapiña”[9].
Cuando no hacemos el bien, hacemos mal. Por eso, contemplando a los que se condenan, san Agustín comenta: “Se hizo digno de la pena eterna, el que aniquiló en sí el bien que pudiera ser eterno”[10]. No seamos de esos. Vivamos de tal manera que, cuando llegue el momento, nuestro Rey Jesús pueda decirnos: “Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes”. Entonces veremos como todo acaba bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Libro de visiones y revelaciones, caps. 27 y 31.
[2] Cf. 1ª. Lectura: Ez 34, 11-12.15-17.
[3] Cf. 2ª. Lectura: 1 Cor 15, 20-26.28.
[4] Cf. Sal 22.
[5] Ángelus, 26 de noviembre 2017.
[6] El castillo interior, Cap. III, 11 y 12.
[7] Homiliae in Matthaeum, hom. 79, 1.
[8] De la mortalidad, 16
[9] A Demetrianum, 10
[10] De civitate Dei, 21, 11.

