Que el mayor entre ustedes sea su servidor (cf. Mt 23,1-12)
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Hoy Jesús nos previene de una enfermedad terrible y muy contagiosa: la soberbia, que como advierte san Agustín: “no es grandeza, sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”[1].
La soberbia nos hincha tanto, que nos volvemos ambiciosos. Entonces comenzamos a usar a los demás, como si fueran objetos de placer, de producción o de consumo. Y no contentos con esto, hasta nos atrevemos a “guiarlos” enseñándoles que no hay verdades absolutas. Que al cuerpo hay que darle lo que pida. Que lo importante es gozar. Que el que no tranza no avanza.
¿Y en qué para esta hinchazón? En que después de ofrecernos sólo algunos éxitos pasajeros de poca importancia y de llevarnos a perjudicar a muchas personas, termina reventándonos en una existencia infeliz y fracasada por toda la eternidad.
Dios no quiere eso para nosotros. Por eso nos envía a Jesús, que ha venido a liberarnos de la causa que provoca esa mortal hinchazón: el pecado. Y para que podamos vivir sanos por siempre, nos da la receta: practicar la humildad. Es lo que nos enseña cuando dice que no debemos hacernos llamar “maestro” o “padre”, porque sólo hay un Maestro y un Padre de todos.
Así quiere que entendamos que todos somos hijos de Dios, en quien podemos confiar[2], y que es Padre de una gran familia. Él tiene un amor único por cada uno, pero no genera “hijos únicos”. “Es el Dios del Padre nuestro –recuerda el Papa Francisco–, no del «padre mío» y «padrastro vuestro»”[3]. Dios es nuestro Padre. Por eso, como enseña el profeta Malaquías, no podemos traicionarnos entre hermanos[4].
Sólo Dios, autor de cuanto existe es Padre de todos y fuente de toda paternidad. Él es la verdad misma. Por eso es el Maestro del que brota toda enseñanza. De ahí que san Jerónimo afirme que sólo puede ser llamado maestro, “aquel que está unido con el verdadero maestro”[5]. Y este Maestro es Jesús, que nos enseña que la única manera de hacer la vida plena y eterna es haciéndonos servidores de los demás.
Así lo comprendió san Pablo. Por eso trataba a todos con ternura, dispuesto a entregar la propia vida para ayudar a todos a encontrar a Dios, sin ser carga para nadie[6]. ¿Y nosotros? ¿Tratamos con ternura a la esposa, al esposo, a los hijos, a los papás, a los hermanos, a la nuera, a la suegra? ¿Ayudamos a la gente a encontrar a Dios? ¿Damos lo mejor de nosotros a los que nos rodean? ¿Somos serviciales en casa, en la escuela, en el trabajo, con los que nos tratan y con los más necesitados? ¿Evitamos ser una carga?
Que nuestra Madre, Refugio de pecadores, nos obtenga de Dios la fuerza para vivir tan unidos a él, que seamos instrumentos suyos para comunicar vida y para enseñar a muchos el arte de vivir.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Serm. 16 de tempore.
[2] Cf. Sal 130.
[3] Homilía en la Santa Misa en Ecatepec, 14 de febrero de 2016.
[4] Cf. 1ª Lectura: Mal 1, 14-2,2.8-10.
[5] Catena Aurea, 5305.
[6] Cf. 2ª Lectura: 1 Tes 2, 7-9.13.