Mujer, ¡qué grande es tu fe! (cf. Mt 15, 21-28)
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Una persona decía que la diferencia entre un perro y un gato es que el perro, al mirar cómo su amo lo cuida, piensa: “este me alimenta y me procura ¡debe ser dios! En cambio, el gato piensa: “este me alimenta y me procura ¡Seguramente soy dios!”. Lo mismo nos sucede cuando nos sentimos merecedores de todo, incluso con derecho de exigirle a Dios que haga inmediatamente lo que le pedimos.
Sin embargo, deberíamos darnos cuenta que en realidad todo lo que somos y poseemos viene de su amor gratuito y generoso. Es Dios quien nos ha creado. Y a pesar de que desconfiamos de él y pecamos, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, nos rescató enviando a su Hijo, quien, amando hasta dar la vida, nos ha comunicado su Espíritu, nos ha reunido en su Iglesia, y nos ha hecho hijos de Dios. Por eso san Basilio afirma: “Deberías estar agradecido por el honor que se te ha concedido”[1].
Esto es lo que nos enseña la mujer cananea, a quien Jesús dice: “¡Qué grande es tu fe!”. Ella comprendió que Dios es la mismísima misericordia. Y confiando en él, como explica san Juan Crisóstomo, “no le pidió más que misericordia”[2]. No se enojó de que al principio Jesús pareciera no hacerle caso, sino que perseveró, convencida en el amor incondicional e infinito de Dios, como lo expresa cuando, reconociendo que no tenía derecho a exigir nada, exclamó: “Señor, también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”
Esa apertura a la acción de Dios hizo posible que se realizara el favor que pedía: la curación de su hija. “Este –comenta el Papa Francisco– es el camino de una persona de buena voluntad, que busca a Dios y lo encuentra. El Señor la bendice” [3]. Es con esta actitud con la que debemos acercarnos a Dios, pidiéndole con humildad y confianza: “Ten piedad de nosotros y bendícenos… Que conozca la tierra tu bondad” [4].
Esta súplica, a veces desesperada frente a un mundo atormentado por tantas penas, problemas, injusticias, pobreza, corrupción, violencia y muerte, debe ir acompañada de nuestro compromiso por hacer algo para que las cosas mejoren, velando por los derechos de los demás y practicando la justicia, como pide el Señor a través del profeta Isaías[5].
Sin embargo, esto a veces nos cuesta mucho trabajo. Sobre todo cuando vemos que por más que rezamos y por más que hacemos, las cosas no sólo no cambian, sino que hasta parece que empeoran en casa, la escuela, el trabajo, en México y en el mundo. Pero no desesperemos. Como san Pablo, veamos todo esto a la luz de la fe. Así comprenderemos que Dios permite algunas situaciones para manifestar a todos su misericordia[6].
Aprendamos de la mujer cananea a confiar en la misericordia de Dios y a implorarla con humildad y perseverancia, aún en las pruebas más difíciles de la vida. Y como Jesús, seamos misericordiosos con los que nos rodean. Porque como dice san Cesáreo: “¿Con qué cara te atreves a pedir, si tú te resistes a dar? Quien desee alcanzar misericordia en el cielo debe practicarla en este mundo”[7]. Así, confiando en Dios, suplicándole, y contribuyendo a un desarrollo integral del que nadie quede excluido, se cumplirá lo que deseamos: ser felices en esta tierra, y luego felicísimos en el cielo.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Homilía 3, Sobre la caridad, 6.
[2] Homiliae in Matthaeum, hom. 52,1.
[3] Homilía, 13 de febrero de 2014, en Santa Marta.
[4] Cf. Sal 66.
[5] Cf. 1ª Lectura: Is 56,1.6-7.
[6] Cf. 2ª Lectura: Rm 11,13-15.29-32.
[7] Sermón 25.