Este es mi Hijo muy amado ¡Escúchenlo! (cf. Mt 17,1-13)
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“Señor, ¡qué bueno es estar aquí!” Hoy podemos repetir con san Pedro estas palabras. Porque como dice san Anastasio Sinaíta: “No hay nada más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, el ser hechos conforme a él”[1].
¡Y cómo lo necesitamos! Porque en esta vida enfrentamos cosas difíciles, que nos confunden y nos desaniman: enfermedades, problemas en casa, la escuela y el trabajo; con la novia o el novio, los amigos y los vecinos. Mentiras, injusticias, chismes, bullying y violencia. Crisis económica. La muerte de seres queridos. Y saber que un día nos llegará el final…
Pero Jesús, como hizo con Pedro, Santiago y Juan, nos lleva a la presencia de Dios, desde donde podemos ver el panorama de la totalidad de lo real, y la meta que nos aguarda. Lo hace orando ¡Platicando con su Padre! Así nos hace ver que, como explica Benedicto XVI, en la oración nos unimos a Dios, nos llenamos de su luz y la irradiamos a los demás[2].
Por eso Jesús es el cumplimiento de todo lo que anhelamos, y que Dios nos ha prometido, como testimonian Moisés y Elías ¿De qué hablaban con él? Del poder del amor, que es el verdadero poder, capaz de remediar todos los males y de ofrecernos un futuro sin final. Y ese amor es Dios, que se ha hecho uno de nosotros en Jesús.
Amando hasta padecer, morir y resucitar, Jesús hace realidad el éxodo definitivo de la creación; nos libera del pecado que cometimos al desconfiar del Creador, con el que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, y nos conduce por esta vida, con sus alegrías y sus penas, hasta la tierra prometida: el encuentro definitivo con Dios.
Por eso el Padre nos dice: “Este es mi Hijo muy amado ¡Escúchenlo!”. Escuchemos a Jesús. Sólo él puede guiarnos para alcanzar la meta. Él nos enseña que el único camino es el amor: amar a Dios, y confiar en él; amarnos a nosotros mismos, y vivir como hijos suyos; amar a los demás, y tratarlos como hermanos. Y para que podamos hacerlo, el Espíritu Santo nos acompaña y nos ayuda[3].
Así lo comprobaron los apóstoles, quienes compartieron esa experiencia que les cambió la vida, llenándola de esperanza. “No nos fundamos en fábulas –dice san Pedro–; nosotros mismos lo vimos en el monte santo, en toda su grandeza”[4]. Y ese poder suyo, como anunciaba el profeta Daniel, nunca se acabará ¡Es eterno! Su reino de vida por siempre feliz jamás será destruido[5] ¡Alegrémonos[6]!
Y que esta alegría nos “marque”, como marcó a los apóstoles. Que la esperanza que nos da Jesús nos haga ver más allá de las penas y los problemas, para tener una visión completa que cambie nuestra manera de pensar, de hablar y de actuar. Así no nos quedaremos anclados, sino que seguiremos adelante, hasta alcanzar la vida plena y eterna. Porque como dice san León Magno: “nadie dude que recibirá la recompensa prometida”[7].
Que esta certeza nos impulse a unirnos a Dios en la oración. Así, llenos de su amor, podremos irradiarlo a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros de escuela o de trabajo, a los vecinos, a la gente con la que tratamos, a los más necesitados. Un amor que ha de llevarnos a ser honestos, comprensivos, justos, pacientes y serviciales; a saber perdonar y pedir perdón.
Quizá pensemos que esto no es fácil, porque probablemente sintamos que en nosotros mismos, en nuestra casa y en el mundo hay demasiadas tinieblas. Pero como dice el refrán: “más vale encender un fósforo, que maldecir la oscuridad”. “Lo único que se necesita para que el mal triunfe –decía Edmund Burke–, es que los buenos no hagan nada”[8].
Unidos a Dios y entre nosotros, fijando la mirada en la eternidad feliz que nos aguarda, transfiguremos su amor y hagamos que triunfe el bien. Que Nuestra Madre, Refugio de los pecadores, interceda por nosotros para que lo hagamos así.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Sermón en el día de la Transfiguración del Señor, 241-244.
[2] Gesù di Nazaret, Ed. Rizzoli, Italia, 2007., pp. 357-358.
[3] Cf. ORÍGENES, In Matthaeum, hom. 3.
[4] Cf. 1ª Lectura: 1 Pe 1,16-19.
[5] Cf. 2ª Lectura: Dn 7,9-10.13-14.
[6] Cf. Sal 96.
[7] Sermón 51, 4.8; PL 54, 313.
[8] Letter to Thomas Mercer, en openculture.com/2016/03/edmund-burkeon-in-action.html.