El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido (cf. Mt 13, 44-52)
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Se dice que el éxito está en saber invertir, es decir, en saber vender y comprar lo correcto y a tiempo. Para eso muchos buscan el consejo de expertos. Pero hay quienes van más allá. Uno de ellos fue Salomón, que comprendiendo que lo más valioso es alcanzar el más alto grado de conocimiento, se lo pidió al experto de expertos: Dios.
“Te pido me concedas sabiduría”[1]. ¡Sabía lo que pedía! Porque sólo quien es sabio puede abarcar la totalidad de lo real; descubre lo que es realmente importante, lo más valioso y que permanece para siempre; es capaz de dirigirse a sí mismo, y de relacionarse correctamente con todos.
Quien no tiene ese grado de conocimiento, se deja deslumbrar, olvidando que “no todo lo que brilla es oro”. Hoy muchos venden la idea de que lo más importante es disfrutar toda clase de placeres y llenarnos de cosas, invirtiendo para ello todo ¡Y cómo ganan a nuestra costa! Hasta nos empujan a buscar dinero como sea, con tal de que tengamos con qué pagarles lo que nos venden.
Y para que no nos demos cuenta, nos hacen creer que nadie nos debe decir qué es bueno y qué es malo. Pero Dios no nos deja solos. Él, que nos ha creado y nos ama, nos ha enviado a su Hijo a liberarnos del pecado, a darnos su Espíritu y a hacernos hijos suyos, ¡partícipes de la mayor riqueza que puede existir: ser por siempre felices!
“Esto es lo que Dios quiere –comenta el Papa–, y esto es por lo que Jesús entregó su vida”[2]. Él, como dice san Pablo, nos ha llamado para glorificarnos[3]. Sin embargo, a nosotros toca aceptar este regalo. Para eso tenemos que comprender su grandeza. Y para ello necesitamos ser humildes y reconocer que él sabe lo que dice[4].
Es lo que Jesús, el mayor de los expertos y el mejor de los asesores, nos ayuda a entender a través de tres parábolas, en las que nos invita a descubrir que el Reino de los cielos es de tal valor, que conviene desprenderse de todo con tal de alcanzarlo.
¿Y de qué nos debemos desprender? De lo que nos daña: inventarnos nuestra propia verdad, pensar sólo en nosotros, hablar mal de los demás, usarlos como si fueran objetos de placer, de producción o de consumo, contaminar la Tierra. Y también desprendernos de cosas que, aún siendo buenas, podemos hacer que hagan mejor a otras personas que las necesitan más.
Dios, como dice san Gregorio, ha echado la red a través de su Iglesia para que no nos ahoguemos en la muerte eterna[5]. Pero para que podamos llegar a la orilla de la felicidad eterna, debemos ser buenos, cumpliendo sus mandamientos[6], que se resumen en amarlo a él, amarnos a nosotros mismos, y amar a los demás. Que nuestra Madre, Refugio de los pecadores, nos obtenga de Dios la sabiduría que necesitamos para saber invertir en lo que realmente vale: el amor, que hace la vida eterna.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Re 3, 5-13.
[2] Angelus, 27 de julio de 2014.
[3] Cf. 2ª. Lectura: Rm 8,28-30.
[4] Cf. Aclamación: Mt 11,25.
[5] Cf. Homiliae in Evangelia, 11,4.
[6] Cf. Sal 118.