Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha (cf. Mt 13, 24-28)
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En este mundo conviven el bien y el mal, no cabe duda. Las personas somos capaces de amar y de hacer el bien; de lograr grandes cosas en el campo cultural, científico y tecnológico, en el reconocimiento de los derechos humanos y en el cuidado de la tierra. Pero también podemos ser egoístas y provocar mentira, soledad, dolor, corrupción, pobreza, contaminación, indiferencia, violencia y muerte.
¿Porqué pasa esto? Porque aunque Dios, que es bueno y clemente[1], lo creó todo bueno y nos encomendó cuidar y perfeccionar la tierra, el demonio, que no quiere que alguien goce lo que él perdió para siempre, aprovechando nuestro descuido, nos hizo desconfiar de Dios, y así sembró en nosotros la cizaña del pecado, que ha hecho crecer en el mundo el mal y la muerte.
Pero el Padre envió a Jesús para que, amando hasta dar la vida, siembre en nosotros su Espíritu de Amor, que nos libera del pecado y nos hace hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz, que consiste en amar. Así nos da la fuerza para vencer al mal con el bien, cuya raíz es el amor, que sabe ser paciente.
Por eso Dios, que es misericordioso y cuida con delicadeza de todos, no nos arranca de este mundo a la primera que fallamos, sino que nos da tiempo para que nos arrepintamos de nuestros pecados. Así nos da una dulce esperanza para que pongamos de nuestra parte y mejoremos, y nos enseña a ser humanos con los que fallan[2].
“Paciencia –dice san Agustín– … porque hay muchos que al principio son cizaña y después se hacen trigo”[3]. Así sucedió con san Camilo de Lelis, parrandero y peleonero, que se dejó transformar por Dios y hasta fundó a los “Siervos de los Enfermos”. Por eso, san Agustín aconseja corregir con amor aquello que podamos, y lo que no podamos, soportarlo con paciencia, esperando hasta la siega[4], en la que al final el mal será arrancado para siempre.
Claro que mientras llega ese día, el Reino de Dios parece débil. Así podemos sentirlo, al ver cómo nuestros deseos de ser mejores combaten con nuestras pasiones y debilidades. Sin embargo, esa semilla que Dios ha puesto en nosotros desde nuestro bautismo, va creciendo poco a poco. Y si somos pacientes y la alimentamos con su Palabra, los sacramentos y la oración, crecerá tan grande y robusta, que será capaz de comunicar fe, consuelo y amor a los que nos rodean.
Siendo comprensivos, justos, serviciales, pacientes, perdonando y pidiendo perdón, seremos como la levadura, y podremos fermentar es decir, levantar la masa de nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestros ambientes de estudio o de trabajo, nuestra comunidad, nuestra Iglesia, nuestro México y nuestro mundo.
Quizá sintamos que esto no es fácil. Y es cierto. Pero, ¡ánimo! Confiemos en el Espíritu Santo, que, como recuerda san Pablo, “viene en ayuda de nuestra debilidad” [5]. Él nos hace descubrir que el secreto para hacer nuestra vida y la de los demás plena y eternamente feliz es el amor[6].
Si nos dejamos guiar por el amor, la fuerza de Cristo hará fermentar a través de nosotros la “masa” del mundo y de la historia. “Su amor –dice el Papa Francisco– hará crecer cada semilla de bien presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y al optimismo a pesar de los dramas, las injusticias, y los sufrimientos que encontramos”[7].
Que Nuestra Madre, Refugio de los pecadores, nos obtenga de Dios su ayuda para que sepamos aprovechar la oportunidad que nos brinda para corregirnos y mejorar, y, con paciencia, ayudemos a levantar la vida de nuestra familia y de todos los que podamos.
+Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 85.
[2] Cf. 1ª Lectura: Sb 12,13.16-19.
[3] Cf. Quaestiones evangeliorum, 12.
[4] Cf. Contra epistulam Parmeniani, 3,2.
[5] Cf. 2ª Lectura: Rm 8, 26-27.
[6] Aclamación: Mt 11,25.
[7] Ángelus, 14 de junio de 2015.

