Ánimo. Soy yo. No tengan miedo (cf. Mt 14, 22-33)
…
Subidos en la barca de Jesús, que es la Iglesia, surcamos el mar de la vida, anhelando llegar a la otra orilla; el encuentro definitivo con Dios, en quien seremos felices por siempre. Sin embargo, a veces en esta travesía enfrentamos tormentas que amenazan hundirnos: enfermedades, crisis, problemas en casa, la escuela y el trabajo; dificultades con los amigos, angustias económicas, injusticias y violencia.
Pero Dios se acerca a nosotros a través de su Palabra, contenida en la Sagrada Escritura y en la Sagrada Tradición; de sus sacramentos, entre los que destaca la Eucaristía; de la oración, la familia, los amigos y los acontecimientos. Para reconocerlo sólo necesitamos tener presente que él se manifiesta, no de forma espectacular, sino de manera suave y sencilla, como hizo con el profeta Elías[1].
Sin embargo, puede ocurrirnos lo que a los discípulos, que dejándose dominar por el miedo, confundieron a Jesús, en quien Dios viene a salvarnos, con un fantasma; una ilusión poco práctica y aburrida que espanta la diversión y la alegría ¡No caigamos en esa tentación! Como Pedro, reconozcámoslo y pidámosle que nos mande ir a él superando aquello que amenaza hundirnos: el pecado, el mal y la muerte.
Pedro dio prueba de su fe; “creyó –señala san Jerónimo– que con el poder de su Maestro podría hacer lo que no podía con sus fuerzas naturales”[2]. Con la fuerza del Amor que Cristo nos comunica, podremos ir adelante. Porque sólo el amor es capaz de hacernos superar los problemas personales, matrimoniales, familiares y sociales.
No obstante, también puede pasarnos lo que a Pedro, que aunque empezó a caminar sobre el agua, al sentir la fuerza del viento, se dejó dominar por el miedo y comenzó a hundirse. Así puede sucedernos cuando, a pesar de confiar en Dios y esforzarnos por amar como nos enseña –procurando ser comprensivos, amables, justos, pacientes y serviciales, perdonando las ofensas y pidiendo perdón a los que nos ofenden–, los vientos contrarios sigan soplando en casa y en el mundo.
Sintiendo la fuerza del viento, Pedro dudó, se desanimó y comenzó a hundirse. Pero sabiendo que Jesús no lo abandonaría, gritó con fe y confianza: “¡Sálvame, Señor!”. “Pedro –comenta san Agustín– puso su esperanza en el Señor y todo lo pudo por el Señor… tuvo miedo, pero se volvió al Señor… ¿Y podía acaso el Señor abandonar al que zozobraba, oyendo sus súplicas?”[3].
Juan Pablo II decía: “Cuando todo se derrumba alrededor de nosotros, y tal vez también dentro de nosotros mismos, Cristo sigue siendo el apoyo que no falla”[4]. ¡Sólo él puede rescatarnos! Por eso san Pablo se dolía de ver que los suyos rechazaban a Jesús, y estaba dispuesto a todo con tal de que se dejaran encontrar por él[5].
“Nunca se suelten de la mano de Jesucristo –aconseja el Papa Francisco–, nunca se aparten de Él; y, si se apartan, se levantan y sigan adelante. Él comprende lo que son estas cosas. Porque de la mano de Jesucristo es posible vivir a fondo, de su mano es posible creer que la vida vale la pena, que vale la pena dar lo mejor de sí, ser fermento, ser sal y luz”[6].
Escuchemos a Jesús. Sólo él tiene palabras de paz[7]. Si vivimos amando como nos enseña, veremos como poco a poco van amainando los vientos contrarios de la injusticia, el mal y la violencia, y alcanzaremos una vida plena y eternamente feliz.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
_____________________________
[1] Cf. 1ª Lectura: I Re 19,9.11-13.
[2] Catena Aurea, 4422.
[3] Sermones, 76,8.
[4] Memoria e Identidad, Ed. Planeta, México, 2005, p. 170.
[5] Cf. 2ª Lectura: Rm 9,1-5.
[6] Encuentro con los jóvenes, Morelia, 16 de febrero de 2016.
[7] Cf. Sal 84.