Jesús envió a sus apóstoles (cf. Mt 9, 36- 10,8)
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Thomas Alva Edison recorría uno de sus laboratorios cuando encontró un pajarillo herido que no podía continuar el vuelo de emigración. Se acercó a él, lo tomó con cuidado, lo curó y luego lo envió a América del Sur con la orden de soltarlo para que pudiera unirse a su parvada. Si Edison sintió compasión por aquella ave, ¿cómo no va a compadecerse Dios de nosotros? ¡Él es bueno, nos hizo y somos suyos [1]!
Por eso, al vernos extenuados a causa del pecado que cometimos, y que nos condenó al desamparo del mal y de la muerte, envió a su Hijo, quien se nos acercó haciéndose uno de nosotros para, amándonos hasta dar la vida, sanarnos, liberarnos, elevarnos a Dios y unirnos a él, que hace la vida por siempre feliz[2].
¿Qué nos toca hacer? Creer en él[3], y vivir como nos enseña[4]. Sin embargo, muchas veces no lo hacemos. Preferimos inventarnos nuestra verdad y pasarla a gusto aquí y ahora, usando y desechando a los demás como si fueran objetos de placer, de producción o de consumo. Así hacemos que la mentira, la injusticia, la pobreza, la corrupción y la violencia extiendan sus tentáculos, sometiéndonos a todos.
Pero, como en aquél tiempo, Jesús sigue compadeciéndose de cuantos viven extenuados por condiciones de vida difíciles. De los concebidos a los que se les niega el derecho a nacer. De los niños a los que se les arrebata la inocencia y la oportunidad de desarrollarse. De los que, como decía Benedicto XVI, están desprovistos de válidos puntos de referencia para encontrar un sentido y una meta a la existencia[5]. De los que se dejan manipular por quienes les imponen formas de pensar y de actuar, ofreciéndoles únicamente una sensación superficial, incompleta y fugaz, que pone en riesgo su futuro.
Jesús se compadece de los pobres y marginados. De los enfermos y deprimidos. De los migrantes. De los desplazados. De los refugiados. De los que aún teniendo dinero y placeres, viven insatisfechos. ¡Se compadece de nosotros! Siente “pasión” por lo que nos sucede; se acerca y nos ayuda, invitándonos a salir adelante compadeciéndonos de los que nos rodean.
Frente a tanta gente extenuada y desamparada, Jesús nos pide dos cosas: rogar a Dios que envíe personas buenas, dispuestas a trabajar para construir un mundo mejor; y descubrir que, como a los Doce Apóstoles, él nos llama y nos envía a nosotros a ser de esas personas buenas que hagan algo por los demás, curándolos de la soledad, la confusión y la indiferencia, y ayudándoles a resucitar a una vida libre, digna, plena y eterna, sin desviarnos del camino correcto, como hace notar san Jerónimo[6].
Que nuestra Madre, Refugio de los pecadores, interceda por nosotros para que Dios nos ayude a no dejarnos ofuscar ante tantas penas, problemas y necesidades que hay en casa, el barrio, la escuela, el trabajo y la sociedad, sino que aprendamos a rogarle que envié trabajadores a sus campos, y, comprendiendo que nosotros somos parte de ellos, le echemos ganas a nuestra vida, a nuestra familia y a nuestro mundo.
Obispo de Matamoros

