Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt, 28 16-20)
Hch 1,1-11
Ef 1,17-23
Mt 28,16-20
En esta tierra, todos somos viajeros. Por eso necesitamos tener clara la meta, a fin de no perder el rumbo y el ánimo para recorrerlo. Porque como decía san Gregorio: sería un caminante insensato el que, contemplando el paisaje, se olvidara del término de su camino[1]. Para que no nos suceda eso, Jesús asciende al cielo[2]. Así nos muestra cuál es la meta: llegar a la Casa del Padre.
Él nos lo ha hecho posible cumpliendo la misión que el Creador le encomendó; rescatarnos del daño que nos hicimos al desconfiar de él y pecar, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte. Lo hizo amando hasta dar la vida. Así nos comunicó su Espíritu y nos hizo hijos de Dios.
Jesús cumplió su misión, paso a paso, teniendo siempre delante la meta. No dejó que lo detuvieran las carencias, tentaciones, incomprensiones, envidias, burlas, chismes, grillas, injusticias, traiciones y violencias que sufrió por parte de quienes pensaban y vivían de otra manera, y querían someter a los demás a su dominio. Supo ver más allá. Confió en que Dios tenía un plan por el que sanaría de raíz al universo, y le entró.
¡Hasta los vientos contrarios aprovechó! Le echó ganas, creyendo que nada escapa de las manos de Dios, lleno de esperanza en que todo lo que padecía tenía sentido: salvar a la humanidad con la omnipotencia del amor. ¡Y así fue! Ahora, resucitado, vuelve victorioso al Padre, llevando consigo a los hermanos que ha engendrado[3].
Por eso Crisóstomo dice: “Tú serás igualmente llevado a los cielos”[4]. “¡Cuál no será tu gloria y tu dicha! –afirma san Cipriano–: ser admitido a ver a Dios… gozar… en compañía de los justos… las alegrías de la inmortalidad alcanzada”[5]. De ahí que san Pablo, lleno de amor, pida a Dios que nos ilumine para que comprendamos cuál es la esperanza que nos da su llamamiento[6]: llegar al cielo, cumpliendo la misión que Jesús nos ha confiado: anunciar el Evangelio ¡Ser transmisores de su amor!
Como a los apóstoles, también a nosotros se nos pregunta: “¿Qué hacen ahí mirando al cielo?”[7].“Esta pregunta –comenta Benedicto XVI– se refiere a las dos realidades de la vida humana: la terrena y la celeste”[8]. Estamos en esta tierra porque Dios nos ha encomendado desarrollarnos, cuidarla y perfeccionarla, “con la profunda conciencia de que antes o después este camino llegará a su término” [9]. Por eso miramos al cielo, contemplando la meta que da sentido a la vida presente, al descubrir que, después de todas las alegrías, luchas y penas transitorias, nos espera la felicidad eterna.
La Ascensión nos enseña lo realmente importante. Nos ayuda a liberarnos del materialismo, a ser libres, y a soportar y santificar el dolor[10]. Nos alienta a traer un poco de cielo a la tierra, construyendo una familia y una sociedad mejores, donde el amor haga posible la verdad, la justicia, la libertad, el progreso y la paz. De esta manera, cuando llegue la hora, escucharemos de los labios de Jesús: “entra en el gozo de tu Señor”[11].
Obispo de Matamoros
[1] Cf. Homilía 14, 3-6.
[2] Cf. Sal 46.
[3] Cf. Catequesis 3,13-19.
[4] Catena Aurea, 11450.
[5] Ep. 56,10.
[6] Cf. 2ª Lectura: Ef 1, 17-23.
[7] Cf. 1ª Lectura: Hch 1, 1-11.
[8] Homilía en la Santa Misa en Cracovia, 28 de mayo de 2006.
[9] Ídem.
[10] Cf. Paolo VI, Solennità Dell’ascensione di Nostro Signore, 27 maggio 1976.
[11] Mt 25, 21.