Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (cfr. Jn 18,1-19,42)
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Todos anhelamos superarnos y progresar. Y hemos pensado que esto se consigue a través del poder, entendido como la fuerza física, intelectual, emocional, política y económica que permite controlar la naturaleza y las personas para que hagan lo que queremos. Sin embargo, el resultado ha sido todo lo contrario: mentira, soledad, injusticia, pobreza, corrupción, indiferencia, contaminación, violencia y muerte.
¿Porqué ha pasado esto? Porque a causa del pecado que cometimos nos alejamos de Dios, que es la verdad que permite verlo todo con claridad, y a oscuras, nos hemos dejado confundir por las sombras que, al agrandar el egoísmo, hacen parecer que es el verdadero poder.
Pero Dios no nos abandona; se ha hecho uno de nosotros en Jesús, quien, aceptando morir en la cruz[1], nos hace comprender, como anunciaba el profeta Isaías, lo que nunca habíamos imaginado[2]: que el auténtico poder es el amor, ¡el único capaz de vencer al pecado, al mal y la muerte, y de hacer triunfar para siempre la verdad, el bien, la justicia, el progreso y la vida!
Por su amor incondicional e infinito Jesús nos ha liberado del pecado, nos ha dado su Espíritu y nos ha hecho hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz. Y para que conservemos esta dignidad permaneciendo verdaderamente libres, él, que es modelo de humanidad perfecta, nos enseña en su dolorosa pasión cómo salir adelante, a pesar de todas las adversidades.
Jesús conoció la traición y el abandono. Supo lo que es ser víctima de mentiras, chismes, calumnias, bulliyng, humillaciones, maltrato y rechazo. Injustamente condenado y despojado, experimentó la peor crisis económica. Azotado y coronado de espinas, probó la enfermedad. Clavado en la cruz padeció discapacidad, confinamiento e impotencia. Mirando a María a su lado, supo lo que es ver sufrir a un ser querido. Experimentó el silencio de Dios, la agonía y la muerte. Por eso puede comprendernos y compadecerse de nosotros.
Él, que ha pasado por las mismas pruebas, excepto el pecado[3], nos enseña cómo salir adelante: fiándonos de Dios y de su Palabra, que nunca defrauda[4], y haciendo el bien a los demás, como hizo él, que en la cruz nos regaló por Madre a su Madre, y que al morir, hizo brotar de su costado sangre y agua para, como dice san Juan Crisóstomo, alimentar con sus sacramentos a quienes ha hecho renacer[5].
Ante Jesús, testigo de la verdad, no vayamos a preguntar, con la superficialidad y escepticismo de Pilato, “¿Y qué es la verdad?”. Porque la verdad, como señala Benedicto XVI, es una cuestión muy seria en la que se juega el destino de todos. Dar testimonio de la verdad es reconocer la totalidad de lo real y el camino que conduce a la plenitud a partir de Dios. El no reconocimiento de la verdad provoca que el poder de los fuertes se imponga a todos[6], con terribles consecuencias.
Escuchemos a Jesús, y como él, confiando en Dios y buscándolo siempre, sobre todo en la enfermedad, los problemas y las penas, involucrémonos, como dice el Papa Francisco, en la vida, necesidades y sufrimientos de los demás[7].
Así contribuiremos a edificar una familia y un mundo mejor, y, cuando llegue la hora, podremos exclamar, llenos de esperanza en la eternidad feliz que nos aguarda: “Todo está cumplido”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cfr. Aclamación: Flp 2, 6-11.
[2] Cfr. 1ª Lectura: Is 52,13-53,12.
[3] Cfr. 2ª Lectura: Hb 4,14-16; 5, 7-9.
[4] Cfr. Sal 30.
[5] Catequesis 3, 13-19.
[6] Jesús de Nazaret, desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección, Ed. Encuentro, Madrid, 2011, pp. 225-228 .
[7] Cf. Evangelii Gaudium, 24.