Los amó hasta el extremo (cf. Jn 13,1-15)
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¡Qué terrible es la cautividad! Nos encierra. Limita nuestra libertad y nuestras capacidades. Nos aísla de los demás y del mundo. Y lo peor es cuando es perpetua. Esto es lo que hace el pecado, que es desconfiar de Dios y alejarnos de él. Nos condena a la soledad y a la resignación de pensar que no hay otra forma de vivir que siendo egoístas, inventándonos nuestra propia verdad, usando a los demás, desentendiéndonos de los que nos rodean, explotando la tierra, y pasándola lo mejor que se pueda, aunque esto termine dejándonos una tristeza sin final.
Pero Dios, creador de todas las cosas, que nos hizo a imagen suya para que fuéramos por siempre felices con él, no nos abandona. En Jesús, como afirma Benedicto XVI, llega al extremo de arrodillarse delante de nosotros para rescatarnos[1]. Dice san Agustín: “Dejó sus vestiduras el que siendo Dios se anonadó a sí mismo. Se ciñó con una toalla el que recibió forma de siervo. Echó agua en la jofaina para lavar los pies de sus discípulos, el que derramó su sangre para lavar con ellas las manchas del pecado”[2].
Jesús, el Maestro que tiene por fin hacer a sus discípulos semejantes a él[3], queriendo, no sólo que estemos limpios de la infección mortal del pecado, sino que seamos hijos de Dios, nos enseña que la única manera de alcanzar esta dignidad, que hace la vida por siempre feliz, es amando y ayudando a los demás, como él lo ha hecho[4].
Sin embargo, puede ser que, influidos por un mundo en el que se acostumbra servirse de los demás, nos cueste trabajo comprenderlo. ¡Cuidado! Porque si nos obstinamos, nos sucederá lo que a Judas, que no se dejó sanar. Como Pedro, deseosos de unirnos a Jesús y alcanzar lo que sólo él puede dar, dejémonos guiar por él. Así descubriremos que el amor y el servicio son el único camino para realizarnos, para construir una familia y un mundo mejor, y para alcanzar la vida feliz; la unión definitiva con Dios, que es el amor.
¡Amemos y sirvamos! Orando unos por otros. Anunciando y testimoniando el Evangelio. Practicando, como aconsejó el Papa Francisco en su visita a México, la “cariñoterapia”[5] y la “escuchoterapia”[6]. Tendiendo la mano al que cae. Contribuyendo a crear una sociedad que afronte las causas estructurales y culturales de la exclusión, la inseguridad y la violencia[7]. Cuidando la tierra, nuestra casa común[8].
Para que tengamos la fuerza de hacerlo, Jesús nos une a sí mismo y nos comunica todo el poder de su encarnación, muerte y resurrección en la Eucaristía, prefigurada en el codero sin defecto de la Pascua Judía[9], y que instituyó la noche en que iba ser entregado[10]. En ella, nos une a Dios y a su Iglesia, nos llena de su amor para que podamos amar y servir, y nos participa de su vida feliz para siempre. Por eso san Ignacio de Antioquia la llama “medicina de inmortalidad”[11].
¿Cómo le pagaremos al Señor tanto bien? Levantando en la Misa dominical el cáliz de la salvación[12]. Y conscientes de que este regalo inigualable sólo puede perpetuarse gracias a que en la última Cena Jesús hizo partícipes de su sacerdocio único y eterno a sus apóstoles, pidamos a Dios que ayude a sus sacerdotes a ser fieles. Que a los seminaristas los vaya configurando con Jesús. Y que nos conceda muchas y santas vocaciones sacerdotales, para que pueda seguirse cumpliendo su mandato de amor: “Hagan esto en memoria mía”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Homilía en la Misa de la Cena del Señor, 13 de abril de 2006.
[2] Catena Aurea, 13301.
[3] Cf. ORÍGENES, en Catena Aurea, 13312.
[4] Cf. Aclamación: Jn 13, 34.
[5] Cf. Discurso en el Hospital “Federico Gómez”, 14 de febrero 2016.
[6] Cf. Encuentro con los jóvenes, Morelia, 16 de febrero de 2016.
[7] Cf. Discurso en el CERESO N. 3 de Ciudad Juárez, 17 de febrero de 2016.
[8] Cf. Encuentro con los jóvenes, Morelia, 16 de febrero de 2016.
[9] Cfr. 1ª Lectura: Ex 12,1-8.11-14.
[10] Cfr. 2ª Lectura: 1 Cor 11, 23-26.
[11] Carta a los Efesios, 20.
[12] Cf. Sal 115.