San Juan, ruega por nosotros
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Cuando nos miramos con profundidad, sentimos la necesidad de decirle a Dios, como el salmista: “Tú me conoces… tú me formaste… soy un prodigio”[1] ¡Sí! ¡Somos una obra de arte de Dios! No estamos hechos en serie, sino en serio ¡Hemos sido hechos con amor!
Por eso, cuando nos metimos en un lío tremendo al desconfiar del Creador y pecamos, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, él decidió salvarnos enviando a su Hijo, a quien, como anunció a través del profeta Isaías, convirtió en luz de las naciones, para que su salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra[2].
Jesús, Dios hecho uno de nosotros, ha venido a liberarnos del pecado, darnos su Espíritu, unirnos a él, y hacernos hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz, que consiste en amar ¿Cómo lo hace? Con la omnipotencia del amor; amando hasta dar la vida. Y para prepararnos a recibirlo, el Padre envió a Juan, quien, como recuerda san Pablo, predicó un bautismo de penitencia[3], invitando a todos a abrirse al Salvador[4].
Esa fue la misión de Juan, cuyo nacimiento hoy celebramos; nacimiento milagroso, ya que sus padres eran ancianos y su madre estéril. Por eso Zacarías, cuando el ángel le anunció que su súplica había sido escuchada y que su esposa Isabel le daría un hijo al que llamaría Juan, dudó. Y esa duda, esa desconfianza, le hizo quedarse mudo.
Cuando dudamos de que Dios puede hacer cosas grandes en nosotros y a través de nosotros, quedamos incomunicados, cerrados en nosotros mismos; centrados en nuestras limitaciones y dificultades, ya no somos capaces de hablarle con confianza, y ya no podemos hablar de él a los demás ni comunicarles su amor. Nos quedamos mudos.
Sin embargo, Dios siempre nos saca adelante. Él, como dice el Papa, cumple nuestra misión también en medio de nuestros errores y malos momentos, con tal que no abandonemos el camino del amor y estemos siempre abiertos a su acción[5].
Así sucedió con Zacarías, quien, como señala san Ambrosio, al hacer lo que Dios le mandó poniendo a su hijo el nombre de Juan, recuperó el habla. La lengua que fue atada por la incredulidad, fue liberada por la fe[6].
Juan, como recuerda Orígenes, significa “el que manifiesta a Dios” [7]. El nombre expresa la misión, ya que, como hace notar Benedicto XVI, el bautista no fue sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también un guía en esta relación[8].
Eso es lo que debemos ser nosotros; amigos de Dios, que lo escuchan cuando habla en su Palabra, que lo reciben en los sacramentos, que conversan con él en la oración, y que lo manifiestan a los demás, procurando cada día construir un matrimonio fiel, una familia unida, un ambiente de amistades, de escuela y de trabajo que anime a todos a ser mejores, y una sociedad en la que se respete la vida, la dignidad y los derechos de todos.
¡Hagámoslo sin miedo! No nos preguntemos con desconfianza que irá a ser de nosotros. Recordemos que estamos en las manos de Dios. Y esas son las mejores manos.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 138.
[2] Cf. 1ª Lectura: Is 49, 1-6.
[3] Cf. 2ª Lectura: Hch 13, 22-26.
[4] Cf. Lc 3, 4.
[5] Cf. Gaudete et exsultate, 24.
[6] Cf. Catena Aurea, 9157
[7] Ídem.
[8] Audiencia, 29 de agosto de 2012.