H. Matamoros, Tam., a 27 de marzo de 2020
Año de preparar el terreno
Mensaje al Pueblo de Dios
en ocasión de la pandemia del Covid-19
Yo soy la resurrección y la vida (Jn 11, 25)
Amigas y amigos:
Hay momentos en los que todo se ve oscuro, como ahora que a nivel mundial enfrentamos al coronavirus, que nos ha cambiado inesperada y drásticamente la vida, privándonos del contacto físico, de las reuniones y hasta de acudir a Misa. Frente a esto, como dice el Papa, tenemos dos opciones: quedarnos solos, asustados, enojados, tristes y desesperados, o acercarnos a Jesús (cf. Homilía, 2 de abril de 2017). Él viene a nosotros a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración, de los buenos consejos, y hasta de las redes sociales. Y como hizo con Martha y con María, nos escucha; escucha nuestras penas, nuestros miedos y hasta nuestras quejas. Y nos cambia el panorama diciéndonos: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25).
¡Sí! Jesús ha venido a sacarnos del sepulcro del pecado y a compartirnos su Espíritu que nos une a Dios, que da vida plena y eterna ¿Cómo lo ha hecho? Con el poder del amor; amando hasta el extremo de hacerse uno de nosotros y dar la vida para darnos vida. Lo único que necesitamos es creer en él. Y aunque todavía tendremos tentaciones y no podremos comprenderlo todo, porque como explica san Agustín, será hasta la otra vida cuando todo eso desaparezca (cf. Lib. 83, quaest. qu. 65), no no dejemos aprisionar por la “losa” de la desconfianza.
Permitamos a Jesús que nos resucite a una vida nueva; a la vida del amor a Dios y al prójimo. Él nos ayudará a no atarnos a los problemas y las penas, que en esta tierra nunca faltarán. Para eso, sigamos su ejemplo. Él no negó la realidad, sino que la enfrentó. Y aunque lloró, no se encerró en el llanto, sino que levantó los ojos a lo alto. Levantemos la mirada a Dios y dejemos que nos haga ver más allá de lo inmediato, más allá de este mundo estupendo, dramático y transitorio, para descubrir lo que él nos tiene reservado; una vida por siempre feliz, que alcanza aquel que ayuda a los demás a salir del sepulcro de la soledad, el mal y la miseria, y resucitar a una vida digna, plena y eterna.
Hagámoslo cuidando la vida y la salud que Dios nos ha regalado (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2288). Observemos las recomendaciones de las autoridades sanitarias: lavarnos bien y frecuentemente las manos con agua y jabón; fortalecer el sistema inmunológico; cubrirse con el antebrazo (parte interior del codo) nariz y boca al toser o estornudar; limpiar y desinfectar las áreas y cosas que son usadas por varias personas; evitar el contacto físico; aislarse y consultar al médico si se presenta algún síntoma o llamar al 800 00 44 800. Y sobre todo: QUEDARSE EN CASA. Esa es la única forma de detener el avance del Covid- 19. “Estamos en la misma barca –recuerda el Papa–, llamados a remar juntos… no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta” (Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia, 27 de marzo 2020).
Aprovechemos este tiempo de aislamiento para fortalecer a la familia, Iglesia doméstica, y atender mejor a los abuelitos y a los enfermos. Y recordando que, como decía san Atanasio: “Dios… junta en una misma fe a los que se encuentran corporalmente separados” (Carta 5, 2), participemos virtualmente en las misas, adoraciones eucarísticas, reflexiones de la Palabra de Dios, alabanzas y oraciones que muchos sacerdotes y laicos están transmitiendo por medio de las redes sociales.
Aunque por las circunstancias no podamos comulgar sacramentalmente, hagamos una Comunión espiritual. Y si nos sentimos preocupados por no poder confesarnos, recordemos que cuando estamos imposibilitados de recibir la absolución sacramental, el sincero arrepentimiento por las faltas cometidas y la humilde petición de perdón a Dios acompañada del propósito de recurrir cuanto antes a la confesión sacramental, obtiene el perdón de los pecados, incluso mortales (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1452).
Ganemos la Indulgencia Plenaria que el Papa concede a los enfermos de Covid-19, a sus familiares, a los que los cuidan, al personal sanitario, y a los que, rechazando todo pecado y con propósito de cumplir las condiciones habituales tan pronto sea posible (confesión sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Papa), imploran a Dios el fin de la epidemia, el alivio de los afligidos y la salvación eterna de los difuntos, ofreciendo la Adoración Eucarística, o la lectura de la Sagrada Escritura durante al menos media hora, o el rezo del Santo Rosario, o del Vía Crucis, o de la Coronilla de la Divina Misericordia (cf. Penitenciaría Apostólica, Decreto, 19 de marzo de 2020).
Con la ayuda del Señor, saquemos un bien del mal que nos aqueja, aprendiendo lo que esta pandemia nos enseña. Ella, como dice el Papa, desenmascara nuestra vulnerabilidad, las falsas seguridades con las que habíamos construido nuestros proyectos y prioridades, y está dejando al descubierto que todos somos hermanos. Así, este tiempo de prueba se convierte en una oportunidad para elegir lo realmente necesario, “y restablecer el rumbo de la vida hacia Dios y hacia los demás” (Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia, 27 de marzo 2020).
Valoremos la vida y la salud. Valoremos la Palabra de Dios, la Eucaristía, la Confesión y los demás sacramentos. Valoremos a la familia, los amigos, la escuela, el trabajo, la comunidad, el medioambiente y las cosas sencillas e importantes de la vida. Así, después de esta cruz, podremos resucitar con Jesús a una vida nueva; una vida en la que estemos más cerca de Dios y ayudemos a construir una familia y una sociedad unidas, donde todos podamos vivir con dignidad, realizarnos, encontrar a Dios y ser felices.
En esta Cuaresma, que el Señor ha permitido que sea muy especial, levantemos los ojos a lo alto, y, contando con la ayuda de Nuestra Madre, Refugio de pecadores, y rezando frecuentemente la oración que el Papa ha compuesto, con Jesús pidamos al Padre por los enfermos, por sus familias, por los que los atienden, por el personal sanitario, por las autoridades y por todos para que actuemos con madurez, responsabilidad y solidaridad, y pronto superemos esta pandemia, que tanto dolor está causando.
“El dolor –decía Luis Rosales Camacho– es un largo viaje, que nos acerca siempre hacia el país donde todos los hombres son iguales… Y yo quiero decirles que el dolor es un don, porque nadie regresa del dolor y permanece siendo el mismo hombre” (La Casa encendida, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1983).
Nadie se sienta abandonado en este aislamiento necesario. Sepan que sus sacerdotes siguen pidiendo a Dios por ustedes, y que, con el apoyo de muchos laicos, se las están ingeniando para llevarles a Jesús a sus hogares a través de las redes sociales, y, con las debidas precauciones, atender a los enfermos, asistir a los funerales, y sostener las obras parroquiales y diocesanas a favor de los pobres, los necesitados y los migrantes.
Por mi parte, con mucho cariño estoy ofreciendo diariamente por ustedes la Santa Misa, la Liturgia de las Horas, la Adoración Eucarística, la Lectura de la Palabra, la oración, el Santo Rosario, la Coronilla, el Vía Crucis, la penitencia cuaresmal, las devociones y mi servicio episcopal, rogando a Dios que los proteja y los ayude, esperando el momento de encontrarnos nuevamente y celebrar juntos con alegría al Señor, que es nuestra fuerza.
¡Ánimo! El Señor está con nosotros (cf. Mt 28, 20). Él es el pastor que nos conduce (cf. Sal 23, 1). Perseveremos en la fe, la esperanza y el amor para que, cumpliendo su voluntad, alcancemos la promesa (cf. Hb 10, 35-36).
Son ustedes un gran pueblo, fiel a Dios, participativo, generoso y valiente. Han vivido cosas muy difíciles y no se han echado para atrás ¡Al contrario! Así será también ahora. Gracias por su testimonio. Agradezco de todo corazón al Señor haberme enviado a servirles. Que Él nos bendiga a todos y nos ayude a permanecer unidos, a actuar con responsabilidad, a ser solidarios, a mirar hacia delante, y a seguirle echando ganas.
+Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros