Todo lo que tiene el Padre es mío. El Espíritu tomará de lo mío y se los dará
(cf. Jn 16,12-15)
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Cuando contemplamos la creación, nos damos cuenta de la grandeza de Dios y de nuestra relación con él.
Porque, como dice el salmista, él, que lo ha hecho todo, nos coronó de gloria y dignidad[1]. Nos quiere tanto, que le gusta estar con nosotros[2] ¡Hasta se ha hecho uno de nosotros en Jesús para hacernos partícipes de su gloria![3]
El Padre envió a su Hijo para rescatarnos del lío en que nos metimos al desconfiar de él y pecar, con lo que rompimos nuestra unidad con él, con nosotros mismos, con los demás y con la creación, y abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte. Amando hasta dar la vida, Jesús nos ha liberado del pecado y ha hecho posible que nos unamos de nuevo a Dios, pero ahora como hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz.
Gracias a Jesús podemos entrar en la intimidad de Dios. Él nos lo ha dado a conocer. Y consciente de nuestras limitaciones, hoy nos dice que el Espíritu de la verdad nos irá guiando hasta la verdad plena y nos anunciará las cosas que van a suceder. El Espíritu nos guía hasta Dios, que, siendo único, no es solitario: es Padre, Hijo y Espíritu Santo[4].
Comenta el Papa: “Dios es una «familia» de tres Personas que se aman tanto que forman una sola cosa”[5]. Y esta “familia divina” no está cerrada en sí misma, sino que se comunica en la creación y en la historia y ha entrado en nuestro mundo para llamarnos a formar parte de ella. Por eso, el Espíritu de la verdad nos anuncia lo que sucederá: los gozos de la patria celestial, como señala san Beda[6]. Así nos anima y nos lleva hacia delante.
Dios, familia de tres personas distintas unidas en el amor, nos invita a unirnos a él y entre nosotros, haciéndonos ver que, como decía san Juan Pablo II, unidad no significa uniformidad[7]. ¿Acaso son iguales todos los colores con los que se pinta un cuadro? ¿Son idénticos todos los ingredientes para elaborar un platillo? ¿Juegan todos los futbolistas en la misma posición? ¿Verdad que no? Precisamente la diversidad hace posible la belleza, el sabor y que un equipo pueda coordinarse para alcanzar la victoria.
Por eso, la unidad que estamos llamados a construir en casa y en nuestros ambientes, no consiste en tratar que todos sintamos, pensemos, hablemos y actuemos de la misma manera, sino en armonizar las diferencias a través del amor, que nos hace comprender, actuar con justicia, ser solidarios, pacientes y serviciales, perdonar y pedir perdón.
Ojalá que así como Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, estuvo dispuesto a darlo todo para reconstruir la unidad, también nosotros, a pesar de los rompimientos y problemas, estemos dispuestos a poner todo de nuestra parte para ser constructores de unidad en casa, en la escuela, en el trabajo, en la Iglesia y en el mundo, y así podamos llegar a la meta: la casa del Padre, donde habitan el Hijo y el Espíritu Santo.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 8.
[2] Cf. 1ª Lectura: Prov 8, 22-31.
[3] Cf. 2ª Lectura: Rm 5, 1-5.
[4] Cf. Aclamación: Apoc 1, 8.
[5] Ángelus, 22 de mayo de 2016.
[6] Cf. Catena Aurea, 13612.
[7] Cf. Audiencia, Miércoles 14 de diciembre de 1994.