El Niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría (cfr. Lc 2, 22-40)
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María y José, cumpliendo la Ley divina, llevan al niño Jesús al templo para ponerlo en manos de Dios, su Padre ¿Qué los impulsa a viajar hasta Jerusalén cuarenta días después del parto para hacer esto? La fe. Esa fe que impulsó a Abraham a creerle a Dios, que le dijo que era su protector y que le prometió algo que parecía imposible: que él y Sara, estéril y de avanzada edad, concibieran un hijo[1].
Esa fe que le dio la valentía para partir a la tierra que Dios le prometió como herencia, a pesar de que no sabía a dónde iba. Esa fe que le dio la fuerza para estar dispuesto a sacrificar lo que más amaba, su hijo, confiando en Dios, que tiene poder hasta para resucitar a los muertos[2].
Por esa fe, María y José recurren a Dios[3]. No lo hacen a la fuerza o sólo por cumplir. Tampoco se sintieron con “palancas” para que se les dispensara de hacerlo ¡Al contario! Van movidos por la fe. Creen que Dios es bueno y que está de nuestra parte; que todo lo puede, que nos ama, y que quiere lo mejor para nosotros.
Por eso van al templo. Y así, unida en Dios, esa Familia pudo compartir con muchos la alegría que, iluminados por el Espíritu Santo, expresaron Simeón y Ana: que en Jesús Dios ha venido a nosotros[4], para liberarnos del pecado, darnos su Espíritu y hacernos hijos suyos, ¡su familia!, partícipes de su vida por siempre feliz.
Simeón y Ana pudieron reconocer al Salvador porque eran gente de fe. Y esa fe les abría al amor. No pensaban sólo en sí mismos, ni buscaban la gracia sólo para sí mismos, sino para todo el pueblo, como hace notar san Ambrosio[5]. Por la fe ambos comprendieron que en Dios todos somos familia.
¡Cuánto podemos aprender de ellos y sobre todo de la Sagrada Familia! Ella nos enseña a entender que Dios no quita nada y lo da todo. Nos enseña a dejarnos guiar por sus Mandamientos, que son luz en el camino, y a encontrarlo en su Iglesia. “Cuando los padres y los hijos respiran juntos este clima de fe –comenta el Papa–, poseen una energía que les permite afrontar pruebas también difíciles”[6].
¡Por favor!, nunca nos dejemos arrastrar por una moda que pretende hacer que en las familias Dios no tenga lugar; una moda que empuja a no hablar de él en casa, a no ir a su casa, la Iglesia, para participar en el banquete que nos ofrece cada domingo en la Misa, y a no tener tiempo para hablar con él.
¡Dios, que todo lo puede, nos ama y quiere lo mejor para nosotros! Por eso, si en casa hay penas y problemas, dejémosle que nos ayude[7]. Él, que tiene poder hasta para resucitar a los muertos[8], puede rescatar a nuestra familia y darnos la fuerza para salir adelante.
Sólo nos pide poner de nuestra parte, lanzándonos a la aventura de vivir amando; y por amor, ser comprensivos, justos, serviciales, solidarios y pacientes, perdonar y pedir perdón. Así, aunque parezca casi imposible, contribuiremos a que las cosas vayan mejor en nuestra familia y en la gran familia, que es la humanidad.
+Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Gn 15, 1-6; 21, 1-3.
[2] Cf. 2ª Lectura: Hb 11, 8. 11-12. 17-19.
[3] Cf. Sal 104.
[4] Cfr. Aclamación: Hb 1, 1-2.
[5] Cf. In Lucam, 1, 2.
[6] Angelus, 28 de diciembre de 2014.
[7] Cf. Sal 104.
[8] Cf. 2ª Lectura: Hb 11, 8. 11-12. 17-19.