Recuerdo perfectamente que mi padre no respondió nada cuando le dije que me iría al Seminario, sin embargo, mi madre solo se limitó a decirme: “tú sabes lo que haces hijo”, sinceramente no pude contener las lágrimas al dejar a mi familia.
Ingresé al Seminario a los diecisiete años. Los dos años anteriores, después de terminar la secundaria, trabajé en una fábrica local de Cd. Río Bravo, Tamaulipas, en el área de cocina. Pero cuando el ex seminarista José Arturo García me invitó al Seminario me dijo: “no pierdes nada, si no te gusta pues no te quedas y si te gusta pues te quedas”; sabias palabras de aquel seminarista que estudiaba la filosofía, pero yo siempre pensé que preparaba su relevo, puesto que a los meses de que ingresé, el abandonó el Seminario.
Yo seguía entusiasmado en el Seminario, pero después me dolió la partida de mis padres al País vecino (USA), tenían que tratar la enfermedad de mi hermano menor, quien padece del síndrome de Apert; vivir con la constante preocupación de las múltiples cirugías que le tenían que realizar, y yo sin poder verlo, fue algo que con la ayuda de Dios y la fe de mis padres pude sobrellevar. A esto se sumó el hecho de que durante cinco años, no pude ver a mi familia, una y otra situación me impedía ir a verlos. Sin embargo, los veranos me hacían recobrar un poco los ánimos, ya que del año 2000 al 2005 el Seminario me facilitó estudiar música en el Conservatorio de las Rosas en Morelia, Michoacán, un tiempo que viví al lado de mi gran amigo y ya casi presbítero Milton Lima Solís.
Terminé la filosofía en Monterrey en el año de 2005 y regresé con mucho entusiasmo a mi Diócesis de Matamoros, incorporándome a la Pastoral Vocacional y viví uno de los momentos más difíciles de mi vida, una experiencia que marcó profundamente mi alma. En septiembre de dos mil cinco, tuvimos un accidente en la autopista Reynosa-Matamoros a cinco minutos de la caseta de cobro de Nuevo Progreso. Veníamos de Río Bravo: Daniel Romero, Jesús Salinas, Alberto Fiscal, Manuel Montiel y yo, como conductor. La llanta frontal de mi lado explotó y me fue imposible controlar esa camioneta, y volcamos violentamente. Hubiera dado mi vida para asegurar la vida de mis hermanos, pero no me fue posible, porque el panorama que veían mis ojos era doloroso. Mi hermanito Manuelito se fue con papá Dios. Experiencia difícil, proceso duro de ir asimilando que solo en la contemplación de Cristo en la Cruz he podido aceptar.
Concluí ese año la Pastoral Vocacional e inicié el siguiente año la Pastoral Penitenciaria. La primera vez que entraba a un penal. Escuché historias como la de aquel preso que quería apuñalar al padre Luigi cuando fue solo al baño y sin guardias de seguridad. Me dio cierto temor la verdad, pero poco a poco fui viendo la cruda realidad que los presos viven, tristemente, lejos de ser un centro de rehabilitación. La capillita dentro del penal tiene misas los domingos y los sábados; íbamos a dar catecismo mi compañero, el ya padre Hugo Gutiérrez Plaza y un servidor. Aún recuerdo esa cena de navidad que les llevamos, unos chilidogs que yo mismo les cociné. Tengo que decir, que ese día se nos juntaron mucho más hermanos presos que ni en todo el año. Quiero pensar que fue por la clase de catecismo de ese día.
Posteriormente, en mi tercer año de mis estudios de teología inicié otra Pastoral, y me enviaron a la Rectoría de San Judas Tadeo, una de las comunidades más vivas y entusiastas de nuestra Diócesis. Y en este punto de mi estudio en el Seminario, y debido a un descuido en mi itinerario formativo, opté por salir del Seminario con la finalidad de madurar firmemente mi opción por esta vida de entrega generosa en la que es necesaria y no dialogada, una real vivencia de los consejos evangélicos.
Reingresé después de dos años fuera, me ordené Diácono y posteriormente luego de un año, sacerdote. Indigno en todos los sentidos, dichoso por este don. Gracias de todo corazón por sus oraciones.
Pbro. Francisco Javier Fernández Jasso / Vicario de la Catedral de Matamoros
Texto tomado de nuestroseminario.com