La confianza es expresión de amor. Dios, que es amor, nos creo por amor, y por amor confió en nosotros. Pero desconfiamos de él, y así pecamos, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte.
Sin embargo, Dios siguió confiando en nosotros y decidió salvarnos, enviando a su Hijo, quien, confiando en el Padre, dijo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (cf. Sal 39), aún sabiendo que esto implicaría enfrentar al pecado, el mal y la muerte, para hacer triunfar la verdad, el bien y la vida.
Y para encontrar la fuerza para hacerlo, acude al Padre orando en el huerto de los Olivos (cf. Mt 26, 36-42). Pero en esta ocasión invita a Pedro, Santiago y Juan. Y con la libertad de la verdad que da madurez, les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quédense aquí, velando conmigo”.
Jesús no se encierra en un individualismo que pone barreras para cuidar las apariencias. Con humildad, se muestra necesitado y pide apoyo. ¡Cómo debemos aprender de él a hacer comunidad!
Abrumado al considerar la monstruosidad de la que la humanidad es capaz cuando sucumbe al pecado, y que él habrá de padecer y vencer, Jesús pide al Padre que aparte de él este cáliz. Sin embargo, consciente de que sólo el amor puede vencer al mal, exclama: “Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Esa voluntad que, como dice Benedicto XVI, es capaz de traer a esta tierra un poco de cielo, y de llevarnos a él[1].
Por eso Jesús, sumo y eterno sacerdote,[2] nos enseña a confiar en Dios y a pedir su ayuda para hacer su voluntad. Así, como dice san León Magno, cuando venga la adversidad, podremos soportar toda clase de sufrimientos[3].
Confiando en Dios, como hizo Abraham (cf. Gn 22, 9 -18), recibiremos y comunicaremos sus bendiciones. Por eso, hagamos caso a Jesús y estemos atentos y oremos. Porque la tentación de la somnolencia deja espacio al mal. Atentos y orando, recibiremos la fuerza para unirnos a Dios, confiar en él, hacer su voluntad, “y traer a esta «tierra» un poco de «cielo»”[4].
Obispo de Matamoros

