El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado.
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“¿Por qué hacen tus discípulos algo que no está permitido hacer en sábado?”, preguntaron a Jesús los fariseos, que, sintiéndose superiores a todos, estaban siempre dispuestos a acusar a los demás. Por desgracia hay muchos como ellos; personas que, como dice san Agustín: “no buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder”[1].
¡Qué diferente es Jesús! Él, que nos ama, lo demuestra cuando a esos que creyéndose perfectos condenaban a todos, les responde: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado”. Con estas palabras no enseña a desobedecer las leyes y las normas, sino algo mucho más profundo; nos hace entender que todo lo que Dios hace, dice y manda es para nuestro bien.
Precisamente, el mandamiento de santificar el sábado tenía como fin ayudar al pueblo a imitar a Dios[2], que como dice el relato de la creación, descansó el séptimo día ¡Todo lo que Dios hace es a nuestro favor! Por eso nos liberó de la carga del pecado[3] ¿Cómo? Haciéndose uno de nosotros en Jesús[4], quien por eso se declara “dueño del sábado”.
Y dado que Jesús, Dios encarnado que dio su vida para rescatarnos del pecado, darnos su Espíritu y hacernos hijos del Padre, resucitó el domingo, el sábado ha quedado sustituido por este día, que anuncia la creación renovada y la esperanza de descansar para siempre con Dios[5].
Por nuestro bien, Dios nos invita el domingo a unirnos a él y recibir la fuerza de su amor participando en la Santa Misa, y a renovar nuestro matrimonio, nuestra familia y nuestra sociedad, conviviendo para hacer de la casa un verdadero hogar y de nuestra sociedad un lugar donde todos podamos vivir en paz, progresar, encontrar a Dios y ser felices.
Así lo enseña Jesús cuando en la sinagoga pone en medio al hombre de la mano tullida. Lo hace para que, como explica san Juan Crisóstomo, viéndolo, los demás se compadezcan[6]. Él quiere que aprendamos a ver a las personas; que tomemos conciencia de papá, de mamá, de los hijos, de la esposa, del esposo, de los hermanos, de la suegra, de la nuera, de los vecinos, de los compañeros de escuela o de trabajo, y de los más necesitados ¡No son cosas! ¡Son personas!
Ante ellos, nos pregunta: “¿Qué está permitido hacer, el bien o el mal”. Los fariseos se quedaron callados, porque no entendían que, como señala el Papa: “lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen”[7] ¿Y nosotros? ¿Qué le contestamos?
Ojalá, como él, que vio y sanó al hombre que tenía la mano tullida, seamos capaces de ver y ayudar a la familia y a los que nos rodean, sin condenarlos, sino comprometiéndonos a hacer el bien, como hijos, como padres, como esposos, como hermanos, como estudiantes, como trabajadores y como ciudadanos.
Si sentimos que nos cuesta trabajo porque tenemos el corazón un poco tullido, no nos desanimemos; dejémosle a Jesús que nos sane para que su amor se extienda en nosotros de tal manera que podamos amar y hacer el bien a los demás.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Sermón 19, 2.
[2] Cf. 1ª Lectura: Dt 5,12-15.
[3] Cf. Sal 80.
[4] Cf. 2ª Lectura: 2 Cor 4,6-11.
[5] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, 452.
[6] Cf. Homilia in Matthaeum, hom. 41.
[7] Gaudete et exsultate, 37.