Nadie es profeta en su tierra (cf. Lc 4,21-30)
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Una persona conducía por la carretera, cuando de pronto un coche salió de una curva e invadió su carril. Al verlo, se hizo a un lado para evitar que chocaran. Y cuando pasó a su lado, el otro conductor le gritó: “¡Burro!”. ¿Cómo se atrevía a insultarlo, si era él quien había invadido su carril? Entonces, disgustado, le contestó: “¡Cerdo!”. Y retomó su camino. Pero al dar la vuelta a la curva, chocó contra un burro.
El otro conductor no lo estaba insultando, sino previniéndolo. Pero sus prejuicios no le dejaron interpretar la señal. A veces nos pasa igual. Cuando las cosas no suceden como esperábamos, tendemos a sentirnos agredidos y respondemos a la defensiva, en lugar de tratar de comprender las señales que nos están dando.
Eso fue lo que sucedió a los paisanos de Jesús. Por eso, aunque al regresar de comenzar públicamente su misión en Cafarnaúm, les anuncia que en él se cumple la promesa de salvación que Dios había hecho, ellos pasaron de la admiranción a la murmuración ¿Cómo decía que era el Mesías, si sabían quién era? ¿Porqué no hacía para ellos los milagros que había realizado en Cafarnaum?
Entonces Jesús trata de hacerles ver que, como anunció Dios a través de los profetas Elías y Eliseo, él demuestra que es el Salvador al ser ungido por el Espíritu y enviado por el Padre, más allá de los límites de Israel, para salvar a todas las naciones[1]. Así, como señala el Papa, les explica que su servicio no excluye a nadie[2].
Pero ellos, en lugar de entender lo que les decía, lo interpretaron como una ofensa, y, llenos de ira, lo sacaron de la ciudad e intentaron despeñarlo ¿Cuántas veces, cuando las cosas no suceden como queremos, nos sentimos agredidos por Dios, y, enojados, llegamos a sacarlo de nuestra vida, de nuestra familia y de nuestros ambientes?
Sí, a lo mejor, al ver que él no nos cura de una enfermedad, no nos resuleve algún problema o una pena como lo ha hecho con otras personas, le digamos: “¡Fuera contigo y con tu Iglesia!”. Pero los que perdemos somos nosotros. Porque la enfermedad, los problemas y las penas y seguirán ahí, pero ahora estaremos solos para enfrentarlos, sin sentido y sin esperanza.
Por eso, por nuestro bien, adoptemos la actitud correcta, dejándonos iluminar por su Palabra, sus sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, y la oración. Así superaremos el prejuicio de interpretar como una agresión lo que dicen y hacen los papás, los hermanos, los hijos, la esposa, el esposo, la suegra, la nuera, los vecinos, los compañeros y la demás gente, y podremos comprender las señales que Dios nos envía a través de ellos.
De esta manera nos convertiremos en una señal del amor de Dios para los que nos rodean, a pesar de que más de una vez comprobemos que nadie es profeta en su su casa y en sus ambientes. Porque no faltará quien piense: “Y a éste, ¿qué le picó?”. ¿Qué hacer entonces? ¿Enojarnos y tirar la toalla?
Jesús, aunque fue rechazado, no se “enganchó”, sino que siguió adelante. Como dice san Ambrosio: “ni rechaza a los que quieren estar con él, ni obliga a los que no quieren”[3]. Así nos enseña que el amor es comprensivo y servicial; que no es presumido, grosero ni egoísta, sino que disculpa y espera sin límites[4]
Por nuestro bien, aprendamos a ver las señales que Dios nos envía y aceptémoslo como nuestro salvador. Y como Jesús, no nos enganchemos en los rechazos, sino sigamos adelante, y, con amor, proclamemos a todos la misericordia de Dios[5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Jer 1,4-5. 17-19.
[2] Cf. Ángelus, Domingo 31 de enero de 2016.
[3] Cf. Catena Aurea, 9428.
[4] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 12, 31-13,13.
[5] Sal 70.