Yo soy el buen pastor (cf. Jn 10, 11-18)
…
La noche del 14 de abril de 1912, el “Titanic”, que había sido presentado como un barco “insumergible”, se hundía en el Atlántico norte, tras chocar con un iceberg. De sus 2,227 pasajeros, solo 705 sobrevivieron. En aquellas horas de angustia, ¿qué significaba un trozo de madera? ¡Todo! La diferencia entre hundirse para siempre o permanecer a flote con la esperanza de sobrevivir.
Benedicto XVI decía que lo único que sujeta al creyente es un madero, la cruz de Cristo, y que, al fin y al cabo, ese madero es más fuerte que la nada[1]. Así es. Porque en este apasionante viaje terreno, chocamos con pecados, penas, problemas, y un día, con la muerte ¡Y qué maravilla saber que no somos náufragos abandonados que terminan hundiéndose en la nada!
Esto, gracias a que el Padre, creador de todo, envió a Jesús para que, haciéndose uno de nosotros, nos rescate del naufragio del pecado y nos lleve adelante, de la única manera que es posible: amando hasta entregar su vida y resucitar para compartirnos su Espíritu y hacernos hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz[2].
¡Ningún otro puede salvar[3]! Por eso, ¡nada mejor que refugiarse en él[4]!, que, através de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas, nos ayuda a salir adelante, descubriéndonos que la única manera es echándole la mano a los demás.
Por eso san Agustín decía que los que necesidad no deben ser abandonados por aquellos de quienes necesitan[5]. La familia nos necesita. Los amigos nos necesitan. Los vecinos, los compañeros, los pobres, los migrantes, los que andan confundidos nos necesitan. La sociedad nos necesita. Nuestro país y nuestro mundo nos necesitan.
Por eso Dios nos llama a entrarle a su gran proyecto. Esto es lo que recordamos hoy, Jornada Mundial de oración por las vocaciones, en la que el Papa nos propone como ejemplo de respuesta a san José, que nos enseña a soñar cosas grandes.
“Los sueños –señala el Papa– condujeron a José a aventuras que nunca habría imaginado. El primero desestabilizó su noviazgo, pero lo convirtió en padre del Mesías; el segundo lo hizo huir a Egipto, pero salvó la vida de su familia; el tercero anunciaba el regreso a su patria y el cuarto le hizo cambiar nuevamente sus planes llevándolo a Nazaret, donde Jesús iba a comenzar la proclamación del Reino de Dios” [6].
Dios nos conoce, nos ama y sabe lo que es mejor para nosotros. Con esa confianza, vivamos plenamente la vocación matrimonial, consagrada, diaconal o sacerdotal a la que nos ha llamado. Y si todavía no sabemos cuál es nuestra vocación, pidámosle que nos ayude descubrirla, conscientes de que, si la seguimos, él podrá hacer de nuestra vida una obra maestra.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
_____________________________________
[1] Cf. Introducción al cristianismo, Ed. Sígueme, Salamanca, 2001, p. 43.
[2] Cf. 2ª Lectura: 1 Jn 3, 1-2.
[3] Cf. 1ª Lectura: Hch 4, 8-12.
[4] Cf. Sal 117.
[5] Cf. Carta a Honorato, 180.
[6] Mensaje 58 Jornada Mundial de oración por las vocaciones