Yo soy el pastor y la puerta (cf. Jn 10, 1-10)
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La vida es una aventura maravillosa, que compartimos con la familia, los amigos, los compañeros y mucha gente. Una aventura en la que hay alegrías, penas, oportunidades, necesidades, logros y problemas. Una aventura en la que todos queremos salir adelante y llegar a la meta: entrar en la eternidad.
Sin embargo, nos damos cuenta de que solos no podemos. Necesitamos de alguien que sepa cómo hacerlo y que nos eche la mano. Y ese alguien es Dios, que todo lo sabe y todo lo puede; que nos ha creado y nos ama; que nos conoce, nos cuida y nos conduce para que lleguemos a él, que hace la vida plena y eterna[1].
Por eso, cuando vio que nos extraviamos y caímos en el precipicio mortal del pecado, se hizo uno de nosotros en Jesús para, amando hasta dar la vida, sacarnos afuera y ayudarnos a entrar en él, que nos hace felices por siempre. Solo necesitamos estar dispuestos a ir hacia él y seguirlo, para ponernos a salvo de aquello que nos descompone a nosotros y a los demás, y que termina por pudrir la vida: el pecado[2].
El Espíritu Santo nos da la fuerza para seguir a Jesús, que nos conduce por el camino de la vida en abundancia: el amor, aunque a veces amar cueste trabajo, exija sacrificios, y debamos devolver bien por mal[3]. No tengamos miedo de amar y de hacer el bien, a pesar de nuestras caídas, de las incomprensiones, de las injusticias, de las penas y de los problemas.
Tampoco los jovenes deben tener miedo si Dios los llama al matrimonio, a la vida consagrada, al sacerdocio o al diaconado permanente. Él, como señala el Papa, sabe que casarse o consagrarse de manera especial a su servicio requiere valentía y nos ayuda a no quedarnos varados en la indecisión y a salir adelante, siendo agradecidos, diciéndole “sí”, y ofreciéndole la vida como una alabanza a él y a los hermanos[4].
Jesús es el pastor que nos guía y la puerta que nos conduce al Padre, como explica san Agustín[5]. Él nos libra del ladrón, el diablo, que, como señala san Teofilacto, roba la paz por medio de los malos pensamientos, mata cuando logra que consintamos en ellos y destruye cuando los ponemos por obra[6] ¡No nos dejemos robar, matar ni destruir por el demonio! No nos convirtamos en cómplices suyos, robando la armonía en casa, la Iglesia y la sociedad, matando la dignidad de los demás, y destruyendo la solidaridad.
Aunque caminemos por las cañadas oscuras de las propias debilidades, de los sufrimientos y del coronavirus, no temamos, porque Dios está con nosotros[7]. “Para Él –recuerda el Papa– no somos nunca extraños, sino amigos y hermanos”[8]. Dejémosle que nos conduzca con su Palabra, sus sacramentos, la oración y los buenos consejos. Así entraremos en Dios y ayudaremos a muchos a hacerlo también, echándoles la mano para que tengan vida; ¡vida en abundancia!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 22.
[2] Cf. 1ª Lectura: Hch 2, 14. 36-41.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Pe 2, 20-25.
[4] Cf. Mensaje para la 57 Jornada Mundial de oración por las vocaciones, 2020.
[5] Cf. In Ioanem, hom. 58.
[6] Cf. Citado en Catena Aurea, 13007.
[7] Cf. Sal 22.
[8] Regina coeli, 7 de mayo de 2017.