Parábola de la misericordia (cf. Lc 15,1-3.11-32)
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Dios nos quiere mucho. Nos quiere siempre, a pesar de nuestras fallas, de nuestras dudas, de nuestras caídas ¿Por qué? Porque él nos creó ¡Es nuestro Padre!
Y como decía san Juan Pablo II, para este Padre, un hijo, por más perdido que esté, nunca deja de ser su hijo[1].
Esto es lo que Jesús nos hace ver a través de una parábola en la que nos habla de un papá que ama tanto a sus hijos que, además de darles todo, siempre los perdona y les echa la mano para que salgan adelante. Lo hace, tanto con el que le da la espalda y malgasta todo lo que le dio, como con el que se creía bueno y no lo era tanto.
¡Esa es nuestra historia! Porque, siendo sinceros, en algo nos parecemos a esos hijos. Como el menor, hemos recibido de Dios una gran herencia: la vida, el cuerpo, el alma, la salvación, familia, amigos, una comunidad, el medioambiente ¡Tantas cosas! Sin embargo, muchas veces nos hemos alejado de él y lo hemos malgastado todo, hasta sentir tal vacío que estamos dispuestos a lo más degradante con tal de llenarlo.
Pero nuestro Padre no deja de querernos ¡Aunque estemos en nuestro peor momento, seguimos siendo hijos suyos! Y esta confianza debe hacer que nos demos cuenta que no nos merecemos vivir mal; que con su ayuda las cosas pueden ser diferentes ¡Que podemos levantarnos y volver al Padre! “Ir al Padre –dice san Agustín– quiere decir entrar en la Iglesia… donde… puede hacerse una confesión provechosa de los pecados”[2].
En el sacramento de la confesión, Dios nos abraza, nos perdona, nos da el beso de la paz, nos reviste la túnica de la gracia, reitera que somos sus hijos poniéndonos el anillo de su Espíritu, nos “calza” con la fe para que, como dice san Juan Crisóstomo, caminemos con firmeza en medio de las asperezas del mundo, y luego nos ofrece el banquete de la Eucaristía, donde Jesús, que ha muerto y resucitado para salvarnos, se nos da como alimento para hacer nuestra vida plena y eterna[3].
Pero quizá, como el hijo mayor, nos rehusemos a entrar al banquete ¿Por qué lo hizo? Porque en realidad era egoísta. Sólo pensaba en sí mismo. Por eso no se alegra por su papá ni por el hermano que volvió, sino que se enoja y lleno de envidia, creyéndose merecedor de todo y sintiendo que el papá es injusto, hace berrinche al no entrar a la fiesta y trata de poner en mal a su hermano recordándole los errores que ha cometido.
Pero el padre lo sigue amando. Por eso, en lugar de rechazarlo, le hace ver lo mucho que lo quiere y que aquél a quien mira con desprecio e indiferencia, es su hermano. Así lo invita a darse la oportunidad de salir de la marginación del egoísmo y del pecado, y a entrar al banquete, es decir, a la alegría sin fin del amor.
Dios nos quiere. Confiemos en él, que libera del pecado[4], y dejémonos reconciliar con él[5], que nos rescata de nuestras angustias[6] ¡Somos sus hijos! “Nadie –dice el Papa– puede quitarnos esta dignidad”[7]. Y como hijos de Dios, miremos a todos como hermanos, a pesar de su fallas y sus caídas. Y con paciencia y esperanza, echémosles la mano para salir adelante, hasta llegar al Padre, en quien seremos felices por siempre.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Dives in misericordia, 6.
[2] Catena Aurea, 10517.
[3] Cf. Hom. de patre ed duobus filiis.
[4] Cf. 1ª Lectura: Jos 5,9. 10-12.
[5] Cf. 2ª Lectura: Cor 5, 17-21.
[6] Cf. Sal 33.
[7] Audiencia General, 11 de mayo de 2016.