Jesús cura al ciego de nacimiento (cf. Jn 9, 1-41)
1 Samuel 16,1.4.6-7.10-13
Efesios 5,8-14
Juan 9,1-41
El gran pintor Bartolomé Murillo (1617-1682) llevó un día al museo a su criado Sebastián Gómez, quien quedó tan impresionado, que al poco tiempo pintó su primer cuadro. Cuando Murillo lo vio, exclamó: “Estoy satisfecho de haber producido, además de cuadros, un pintor”.
Ciertamente Gómez había nacido con el talento, pero no lo había descubierto hasta que se le abrieron los ojos al mirar las pinturas en el Museo. A nosotros nos pasa igual; tenemos una grandeza que no desarrollamos por no mirar al Modelo del que hemos salido y al que estamos llamados a alcanzar: Jesús.
Esta era la situación del ciego del Evangelio, que representa a la humanidad cegada por el pecado[1], que no nos deja vernos a nosotros mismos, a los demás y al mundo como son en realidad, haciéndonos vulnerables a la manipulación de quienes nos imponen formas de pensar, de hablar y de actuar, ofreciéndonos la “limosna” de una alegría superficial, incompleta y fugaz.
Pero Jesús, luz del mundo[2], que se fija en los corazones[3], se nos acerca. Y como hizo con el ciego, pone ante nuestros ojos la verdad: él, que es el Creador, como afirma Crisóstomo[4], se hace uno de nosotros para curarnos del pecado y mostrarnos lo que podemos llegar a ser: hijos de Dios[5], partícipes de su vida plena y feliz por siempre.
Sólo nos pide que recibamos libremente al Espíritu Santo, que es el Amor. El ciego lo hizo, y entonces pudo verlo todo con claridad: su grandeza y su identidad; la dignidad y los derechos de los demás; su responsabilidad ante la creación y el sentido de la vida ¡Alcanzó la libertad en la verdad!
Su transformación fue tal que la gente se preguntaba si era el mismo. Algunos trataron de confundirlo para seguir manipulándolo. También hoy muchos tratan de desorientarnos para hacernos desconfiar de Jesús y de su Iglesia, y así someternos a sus propios intereses.
Pero aquel hombre no se dejó engañar. Como él, conservemos nuestra identidad cristiana, viviendo con bondad, santidad y verdad[6]. No tengamos miedo de ser expulsados de la masa que vive sometida, ya que Cristo, el pastor con quien nada nos falta[7], nos recibirá.
Él, que como decía san Juan Pablo II, es capaz de cambiar “las mentalidades y las situaciones sociales, políticas y económicas dominadas por el pecado”[8], “nos espera siempre –como recuerda el Papa Francisco– para hacer que veamos mejor” [9]. Que Nuestra Madre, Refugio de pecadores, nos ayude a darnos la oportunidad de decirle: “Creo, Señor”.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] JUAN PABLO II, Angelus, 10 de marzo de 2002.
[2] Cf. Aclamación: Jn 8,12.
[3] Cf. 1ª Lectura: 1 Sam 16,1.6-7.10-13.
[4] Cf. In Ioanem, hom 55 et 56.
[5] Cf. SAN AGUSTÍN, Ut supra.
[6] Cf. 2ª. Lectura: Ef 5,8-14.
[7] Cf. Sal 23.
[8] Angelus, 10 de marzo de 2002.
[9] Angelus, 30 de marzo de 2014.

