Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único
2 Crónicas 36,14-16.19-23
Efesios 2,4-10
Juan 3,14-21
Hace ocho días reflexionamos en el relato de la expulsión de los mercaderes del templo de Jerusalén. Con tal acción simbólica e iluminados por las mismas palabras del Señor, hemos entendido que Jesús es ahora, para nosotros, el Nuevo Templo, el nuevo lugar de encuentro que tenemos con Dios. En este cuarto domingo de Cuaresma meditaremos en el amor tan grande que Dios ha tenido al género humano. En efecto, Dios no escatimó entregarnos a su propio Hijo como nuestro Salvador.
El texto del evangelio comienza recordando una escena interesante sucedida en el Antiguo Testamento, cuando los israelitas iban caminando por el desierto. En esa ocasión Moisés, por iniciativa divina, levantó una serpiente de bronce para que, quien la viera, pudiese recobrar la salud y no morir por el grave pecado cometido contra Dios. Tal evento le sirve a nuestro Señor para aplicarlo a su propia persona: “así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna”.
Estas palabras de Jesús nos hacen caer en la cuenta de cómo su sacrificio en la cruz ha sido causa de salvación eterna para los seres humanos. Sin olvidar que, detrás de todo esto, está la iniciativa amorosa del Padre, quien envió a su Hijo a este mundo para salvarnos y poder así nosotros tener vida eterna.
Hay, sin embargo, un pequeño detalle que no debemos pasar por alto. El texto del evangelio insiste en algo que nos toca manifestar a cada uno de nosotros para poder así hacernos acreedores de la salvación de Dios; nos referimos a la fe. En efecto, el verbo “creer” aparece 5 veces en el texto, lo cual no nos sorprende ya que para el evangelista san Juan es uno de los verbos preferidos que más utiliza en sus escritos.
Nos preguntamos: ¿pero, qué significa creer? Las palabras mismas de Jesús en el evangelio nos responden la cuestión. Se trata de obrar el bien, vivir en la luz, rechazar las tinieblas del pecado. La fe no es una cuestión meramente intelectual; la fe se traduce en amor a Dios y al prójimo, cumplimiento de los mandamientos divinos, fidelidad a la voluntad de Dios, obediencia a su palabra.
Con devoción le suplicamos a Dios nuestro Señor, en la Eucaristía de este domingo, que acreciente nuestra fe, de tal manera que la observancia de los mandamientos divinos sea una constante en nuestra vida diaria. Amén.
+ Ruy Rendón Leal
Obispo de Matamoros