Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré (cf. Jn 2, 13- 25)
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Dios está de nuestra parte, porque nos ama ¿Y cómo no va a amarnos si él nos creó? ¡Somos suyos! Tan suyos que sólo unidos a él, que es el mismísimo amor, podemos ser felices para siempre. Y para que podamos llegar a él nos ha regalado, como una especie de “mapa del tesoro”, sus mandamientos, que nos enseñan el camino que debemos seguir y los peligros mortales que hemos de evitar[1].
¿Se acuerdan de la fórmula catequética de los mandamientos? Amarás a Dios sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de Dios en vano. Santificarás las fiestas. Honrarás a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás actos impuros. No robarás. No darás falso testimonio ni mentirás. No consentirás pensamientos ni deseos impuros. No codiciarás los bienes ajenos[2].
¡Los mandamientos son luz para iluminar el camino[3]! Pero a veces dejamos que el demonio se instale en nuestra vida, en nuestra familia y en nuestra sociedad, y le compramos la felicidad “patito” que nos vende: la idea de que podemos “comprar” la ayuda de Dios sin estar cerca de él y sin vivir como enseña, y que el amor al prójimo se debe comprar y vender según la propia conveniencia.
Así, si la pareja ya no nos gusta, ¡a cambiarla por otra! Si para sacar ventaja hay que mentir, manipular y hacer trampa, ¡a hacerlo! Y si un pobre no aporta algo, ¡a descartarlo! ¿Y cuál es el resultado? Matrimonios fracasados, familias destruidas, sociedades plagadas de injusticia, pobreza, corrupción, contaminación, violencia y muerte, y una vida, quizá placentera y divertida, pero condenada a la soledad, vacía, sin sentido y sin futuro.
Dios, que nos ama, nos rescata de este terrible comercio que termina arruinándonos por siempre. Para eso se hace uno de nosotros en Jesús y echa fuera de nuestra vida y del mundo al pecado, nos da su Espíritu y nos hace hijos suyos, uniéndonos de tal manera a sí mismo que podemos participar de su vida eternamente feliz, que consiste en amar.
¿Y cómo lo hace? Amando hasta dar la vida. Por eso, a quienes le preguntan que con qué autoridad expulsa a los vendedores del templo, responde: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”. Él se refe
¿Y qué significa predicar a Cristo crucificado? Es creer en él, que nos enseña que el auténtico poder, capaz de hacer la vida plena, de construir un mundo mejor y de conducirnos a la eternidad es el amor; dejarnos amar por Dios, amarlo y confiar en él; amarnos a nosotros mismos y vivir con dignidad, como hijos suyos; y amar al prójimo, procurando, como dice san Agustín, enmendar todo lo malo que podamos[5].
Esto requiere que, con Jesús, expulsemos de nosotros, de nuestra familia y de nuestra sociedad al demonio y al pecado, haciéndonos, como dice el Papa, un signo del amor de Dios para todos, especialmente para los más débiles y pobres[6]. ¡Ánimo! Jesús está con nosotros y nos fortalece con su Palabra, sus sacramentos, la oración y la penitencia para que le echemos ganas. Que nuestra Madre, Refugio de los pecadores, nos ayude a hacerlo así.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Ex 20, 1-17.
[2] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, Segunda Sección, Los Diez Mandamientos.
[3] Cf. Sal 18.
[4] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 1, 22, 25.
[5] Cf. Catena Aurea, 12214.
[6] Cf. Angelus, 8 de marzo de 2015.

