Dichosos los que creen sin haber visto (cf. Jn 20,19-31)
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¡Jesús ha resucitado! Sin embargo, quizá, como los discípulos, todavía estemos encerrados en nosotros mismos, sintiendo que es demasiado arriesgado amar a Dios y confiar en él, y amar al prójimo, siendo comprensivos, justos, pacientes, solidarios, serviciales, perdonando y pidiendo perdón en casa y en nuestros ambientes. Pero una existencia clausurada por el temor, no es vida.
Por eso, a pesar de nuestras cerrazones, Jesús viene a nosotros para liberarnos del temor mostrándonos sus heridas, con las que nos hace ver que somos infinita e incondicionalmente amados ¡Él nos ha amado hasta dar la vida! Y ahora, resucitado, nos da la paz de saber que el amor, que en definitiva es Dios, vence al pecado y la muerte, y hace triunfar para siempre el bien y la vida.
Deseoso de que podamos participar de su vida plena y eterna, comunicándonos la fuerza de su Espíritu de amor, Jesús nos comparte la misión que el Padre le confió: amar y hacer el bien, a pesar de que encontremos cerrazones, como la de Tomás, que por más que los discípulos le compartían la alegría vital de la resurrección de Jesús, no creía.
Pero Jesús no se hartó, ni mandó a volar a Tomás ¡Su misericordia es eterna[1]! Por eso, como dice san Juan Crisóstomo: “Porque Tomás lo pidió, el Señor… no le desoyó”[2]; se presentó a los ocho días en medio de la comunidad y le hizo tocar las señales del amor que hace la vida por siempre feliz. Entonces Tomás, liberándose del temor y resucitando a la vida plena y eterna del amor[3], confesó: “Señor mío y Dios mío”.
“Sólo… faltaba, Tomás –comenta el Papa–, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás” [4]. Aunque a veces nos caigamos y nos quedemos atrás, Dios nos ayuda, porque nunca deja de amarnos ¡Siempre está dispuesto a echarnos la mano a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas! Y nos invita a que, como él, le echemos la mano a los demás.
Quizá, como santa Faustina, lleguemos a quejarnos de que algunos abusen de nuestra bondad. “No te fijes en eso –le respondió Jesús–, tú sé siempre misericordiosa con todos”[5]. ¿Porqué lo dice? Porque él sabe que el amor, que nos hace capaces de buscar la unidad y de compartir nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestras cosas para que nadie pase necesidad[6], es el auténtico poder capaz de hacer resucitar nuestra vida, nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestra sociedad y nuestro mundo.
¡Confiemos en Jesús! ¡Dejémosle que nos libere de la cerrazón del egoísmo y del temor! En este Domingo de la Divina Misericordia, experimentemos la seguridad y la paz que él nos da, escuchando cómo nos repite aquello que dijo a santa Faustina: “El alma que confía en Mí misericordia es la más feliz porque Yo mismo tengo cuidado de ella… Mi amor no desilusiona a nadie” [7].
+ Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 117.
[2] In Ioannem, hom. 86.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Jn 5,1-6.
[4] Santa Misa de la Divina Misericordia, II Domingo de Pascua, 19 de abril 2020.
[5] Diario, 1446.
[6] Cf. 1ª Lectura: Hch 2, 42-47.
[7] Diario, 1273 y 29.

