Dichosos los que creen sin haber visto (cf. Jn 20,19-31)
…
Por más que los discípulos le decían a Tomas que Jesús había resucitado, éste respondía que si no lo demostraba como él quería, no lo creería. Así puede pasarnos; condicionar nuestra fe a que Jesús haga las cosas como queremos; que nos cure de una enfermedad, nos resuelva algún problema, nos saque de una pena o de algún apuro económico, o que detenga cuanto antes la pandemia del coronavirus que está causando tanto dolor y muerte en el mundo.
Pero mientras llegaba la prueba que pedía, Tomás seguía prisionero de la desconfianza y del miedo. Desconfianza en Dios y en los demás. Miedo a la vida y a la muerte. Eso puede estarnos sucediendo; que las malas experiencias y el ambiente complejo que nos ha tocado vivir, nos empujen a escondernos dentro de nosotros mismos, desconfiados y a la defensiva, temerosos de amar, de esperar y de luchar. “Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses –dice el Papa–, ya no hay espacio para los demás… ya no se escucha la voz de Dios”[1].
Pero como dice san Juan Crisóstomo: “Porque Tomás lo pidió, el Señor… no le desoyó”[2]; se presentó a los ocho días en medio de la comunidad y le hizo tocar en sus manos y su costado las señales del amor que hace la vida plena y eterna. Entonces Tomás, aunque “vio al hombre –dice san Gregorio– confesó a Dios”[3]. Fue transformado por la fuerza del Resucitado; la fuerza del amor, que es capaz de vencer al pecado, al mal y la muerte, y de hacer triunfar para siempre la verdad, el bien y la vida.
Jesús quiere transformarnos también a nosotros ¿Porqué? Porque su misericordia es eterna[4]. Por eso se nos acerca a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración y del prójimo, y nos regala su paz; esa paz que proviene de lo que él ha hecho por nosotros: amar hasta el extremo de dar la vida para liberarnos del pecado y reconciliarnos con Dios, y así, unirnos a él, que nos hace felices para siempre.
Por eso podemos estar alegres, aunque ahora tengamos que sufrir un poco[5]. Lo único que necesitamos es creerle a Jesús y confiar en él. “El alma que confía en Mí misericordia –dijo Jesús a santa Faustina– es la más feliz porque Yo mismo tengo cuidado de ella”[6]. Así lo experimentó la Secretaria de la Divina Misericordia, quien escribió: “solamente Dios lo arregla todo, el alma lo sabe… y comprende que puede haber todavía días nublados y lluviosos, pero ella debe mirar esto con la actitud distinta… todo tiene algún significado … agradece a Dios por cada cosa, de cada cosa saca provecho… Confía en Él”[7].
Con la fuerza del Espíritu de amor que Jesús nos ha dado, saquemos provecho de todo, incluso de las penas y los problemas, para cumplir la misión que el Padre le encomendó y que él nos ha compartido: amar y hacer el bien ¿Cómo? Permaneciendo unidos a él y entre nosotros, como familia, como Iglesia y como sociedad, y echándole la mano a todos, especialmente a los más necesitados[8]. Que nada nos aprisione en la desconfianza o el temor. Que nada nos divida ¡Confiemos en Jesús y seamos misericordiosos como él!
+ Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
___________________________________
[1] Evangelii gaudium, 2.
[2] In Ioannem, hom. 86.
[3] In Evang. hom. 26.
[4] Cf. Sal 117.
[5] Cf. 2ª Lectura: 1 Pe 1, 3-9.
[6] Diario, 1273.
[7] Diario, 109. 120. 148.
[8] Cf. 1ª Lectura: Hch 2, 42-47.