Dichosos los que creen sin haber visto (cf. Jn 20,19-31)
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Los discípulos estaban encerrados por miedo, como a veces también lo estamos nosotros ¿A qué le tenemos miedo? A una enfermedad. A que la gente nos vuelva a fallar. A tanta mentira, injusticia, pobreza, corrupción y violencia que hay en el mundo. A nuestras propias limitaciones y debilidades. Al fracaso. A la muerte.
Estos temores nos desaniman hasta tal punto que, sintiendo que ya nada puede cambiar, terminamos encerrándonos en nosotros mismos, sin pensar en Dios ni en los demás, preocupándonos sólo en irla pasando lo mejor posible aquí y ahora, usando y desechando a la gente. Así contribuimos a que todo empeore en nuestra vida, en nuestro matrimonio, en nuestra familia y en nuestra sociedad, lo que hace que nos atemoricemos y encerremos cada vez más, sin vivir de verdad y arriesgándonos a perder la eternidad.
Esto no es lo que Dios quiere para nosotros. Él, que nos creó por amor, quiere que seamos felices. Por eso hoy nos sorprende para cambiarnos la vida; se nos presenta resucitado, como lo que es: Dios hecho uno de nosotros que, con la omnipotencia del amor, ha hecho triunfar para siempre la verdad, el bien, el progreso y la vida.
Dándonos esta seguridad, nos dice: “La paz sea con ustedes”, y nos muestra las heridas de sus manos y de su costado ¡Son la prueba de su amor por nosotros! Un amor que, como afirma san Juan Pablo II, es más poderoso que el pecado, el mal y la muerte[1]; un amor misericordioso que dura por siempre[2], y que nos invita a la vida plena y eterna, amándolo a él y a sus hijos, nuestros hermanos[3].
Por eso Jesús nos dice: “Como el Padre me envió, así los envío yo” ¡Nos comparte su misión: amar, para transformar nuestra vida y la de los demás! Y para que podamos hacerlo nos comunica el poder de su amor: el Espíritu Santo, que nos ayuda a vivir unidos a Dios y a los demás, sabiendo compartir para que nadie sufra necesidad[4].
A la mejor nos cuesta trabajo decidirnos a confiar en Dios y ser mejores; decidirnos a ser buenos con la familia, los vecinos, los compañeros de escuela o de trabajo; perdonar, ser comprensivos, justos, pacientes, solidarios y ayudar a quienes más lo necesitan ¡No nos desanimemos! Porque, como recuerda el Papa, Dios tiene paciencia con quienes no van tan deprisa[5].
Así lo hizo con Tomás, a quien, como señala san Juan Crisóstomo, no desoyó[6]. A aquél discípulo no le bastaba lo que le decían sus compañeros; él quería “tocar” al Señor. Y el Señor se lo concedió. También a nosotros nos deja “tocarlo” en su Palabra, la Eucaristía, los sacramentos, la oración y el prójimo.
¡Toquémoslo y reconozcámoslo como nuestro Dios y Señor! Hagámoslo, decididos a confiar en él y alcanzar la eternidad feliz que nos ofrece, amándolo y amando al prójimo. Hagámoslo fiados en lo que dijo a santa Faustina Kowalska: “El alma que confía en mi misericordia es la más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella… Mi amor no desilusiona a nadie”[7] ¡A echarle ganas!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Dives in misericordia, 15.
[2] Cf. Sal 117.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Pe 1, 3-9.
[4] Cf. 1ª Lectura: Hch 4, 32-35.
[5] Homilía en la Misa de Pascua, 1 de abril de 2018.
[6] Cf. In Ioannem, hom. 86.
[7] Diario la Divina Misericordia en mi alma, Association of Marian Helpers, Stockbridge, MA, 2004, 1273 y 29.