Dichosos los que creen sin haber visto (cf. Jn 20,19-31)
Hch 2,42-47
1Pe 1,3-9
Jn 20,19-31
¡Cristo ha resucitado! ¡Hay esperanza en una vida plena para siempre! Sin embargo, aunque lo sabemos, muchas veces seguimos encerrados en nosotros mismos por miedo. Miedo a un mundo agresivo, en el que el egoísmo, la mentira, la injusticia, la corrupción, la violencia y la muerte parecen triunfar. Donde parece inevitable que el progreso de unos cuantos se consiga a costa de millones que son condenados a la pobreza. Un mundo en el que la violencia y la muerte parecen imparables.
Tenemos miedo a nosotros mismos. Miedo de nuestras debilidades. Miedo a ser honestos, fieles y comprometidos. Miedo a salir de nuestra dependencia al placer, a las cosas, a los chismes y a las trampas, porque la presión social nos hace creer que no hay otra forma de vivir. Nos da miedo la enfermedad, la inseguridad, los fracasos, las decepciones y las incertidumbres.
También los discípulos estaban encerrados por miedo. Pero Jesús no los abandonó; se presenta en medio de ellos diciéndoles: “La paz sea con ustedes”. Y mostrándoles las heridas de sus manos y de su costado, les da las razones de esa paz. Son la prueba de su amor ¡Podemos confiar en él, que ha dado su vida por nosotros! Son la prueba, como dice el Papa, que Dios perdona siempre[1], y que, como afirmaba san Juan Pablo II, el amor es más poderoso que el pecado, el mal y la muerte[2].
No lo dice una idea o un recuerdo, sino Dios hecho uno de nosotros, que, habiendo amado hasta dar la vida, ahora resucitado, vive para siempre. Él, cuya misericordia es eterna, no deja que el pecado nos derribe a empujones[3], sino que nos hace renacer a una vida nueva, que no puede corromperse[4]. Por eso, aún en medio de las adversidades, podemos alegrarnos, y, fortalecidos con esta esperanza, escuchar que nos dice: “Como el Padre me envió, así los envío yo”.
¡Jesús nos envía a amar como él, para hacer triunfar la verdad, la libertad, la justicia, el bien, el progreso y la vida! Y para que podamos hacerlo, nos comunica el poder de su amor: el Espíritu Santo, que nos ayuda a vivir unidos a Dios y a los demás, como los hermanos en los primeros días de la Iglesia[5].
Pero si todavía dudamos, no desesperemos. Porque, como hace notar san Juan Crisóstomo, así como Jesús no desoyó a Tomás[6], también nos oye y sale a nuestro encuentro en su Iglesia, a través de su Palabra, la Eucaristía, los sacramentos, la oración y el prójimo. ¡Digámosle: “Señor mío, y Dios mío; Jesús, en Ti confío!”
Confiar en Jesús no es un sentimiento pasajero, sino una elección: vivir como hijos de Dios, siendo misericordiosos como él[7], en casa, la escuela, el trabajo, con los vecinos, los amigos, los que nos rodean, y los más necesitados, ayudándoles a tener una vida digna, a progresar, a encontrar a Dios y ser felices.
Hagámonos este propósito en esta Fiesta de la Divina Misericordia. Así comprobaremos aquello que Jesús dijo a santa Faustina Kowalska: “El alma que confía en mi misericordia es la más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella… Mi amor no desilusiona a nadie”[8]. ¡A echarle ganas!
Obispo de Matamoros
[1] Cf. Regina Coeli, 1 junio 2014.
[2] Cf. Dives in misericordia, 15.
[3] Cf. Sal 117.
[4]Cf. 2ª Lectura: 1 Pe 1, 3-9.
[5]Cf. 1ª Lectura: Hch 4, 32-35.
[6] Cf. In Ioannem, hom. 86.
[7] Cf. Lc 6,36.
[8] Diario la Divina Misericordia en mi alma, Association of Marian Helpers, Stockbridge, MA, 2004. nn. 1273 y 29.