Éste es mi Hijo amado; escúchenlo (cf. Mc 9, 2-10)
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Sin duda, como decía san Paulo VI, este mundo es encantador[1]. Pero a veces el camino se vuelve complicado y con tantos obstáculos, que ya no se ve la meta. Jesús lo sabe. Por eso, como a Pedro, Santiago y Juan, nos invita en esta Cuaresma a subir con él al encuentro con Dios. Y transfigurándose, nos hace ver lo que pasa cuando lo hacemos ¡Nos llenamos de luz y la irradiamos a los demás!
A pesar de nuestros errores, de nuestras penas y de nuestros fracasos, Jesús puede elevarnos a Dios. Solo necesitamos dejarle que lo haga, convencidos de aquello que decía santa Teresa: “deseemos ir adonde nadie nos menosprecia”[2]. ¡Vayamos a Dios! Él nunca nos menosprecia. Nos ama como somos y quiere llevarnos adelante, hasta la meta: ser por siempre felices con él ¡Está dispuesto a dárnoslo todo[3]!
Para eso envió a Jesús, de quien nos dice: “escúchenlo”. Porque él nos comunica la luz que nos permite mirar la realidad, divisar la meta, descubrir lo que somos y lo que podemos llegar a ser si seguimos el camino del amor, que es la única vía para realizarnos, progresar, construir una familia y un mundo mejor, y alcanzar la eternidad.
Jesús nos hace ver que solo en Dios encontramos ese amor incondicional e infinito que nos hace capaces de reconciliarnos con nosotros mismos y con los demás, de aceptar nuestra historia y de releer los acontecimientos del pasado con sentimientos nuevos, aprendiendo de ellos para salir adelante, descubriendo que, como dice san Beda, siempre seremos protegidos por el Espíritu Santo[4].
Lo único que tenemos que hacer es confiar en Dios, como supo hacerlo Abraham, que, a pesar de no entender porqué Dios le pedía sacrificar a su hijo único, obedeció ¡Y Dios no le falló! No solo mantuvo con vida a Isaac, sino que bendijo a Abraham y extendió esa bendición a todos los pueblos de la tierra[5].
Hay cosas que no entendemos. Situaciones que parecen absurdas y crueles. Momentos en los que parece que Dios pide lo imposible ¡Es más! Hay ocasiones en las que hasta parece que está en contra nuestra y que quiere arrebatarnos lo que más amamos.
Pero si nos dejamos iluminar por Jesús a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la Confesión, de la oración, de la penitencia y del prójimo, descubriremos que todo tiene un para qué. “Transfigurado el Salvador –explica san Beda–…mostró la gloria de la futura resurrección, suya y nuestra”[6].
¡Esa es la meta! Iluminados con esa luz, irradiémosla a la familia y a los demás, con nuestra manera de ser, de hablar y de actuar. Así, aún abrumados de desgracias, seremos capaces de confiar en Dios y de seguirlo por el camino del amor, que hace la vida por siempre dichosa[7].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Meditación ante la muerte.
[2] El Castillo Interior, IV, 1, 12.
[3] Cf. 2ª Lectura: Rm 8, 31-34.
[4] Cf. In Marcum, 3, 27.
[5] Cf. 2ª Lectura: Rm 8, 31-34.
[6] In Marcum, 3, 27.
[7] Cf. Sal 115.