La transfiguración del Señor (cf. Mc 9, 2-10)
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La vida es muy bonita, pero también llena de penas y problemas. Así es, aunque sigamos a Jesús; nos enfermamos, nos sentimos deprimidos, hay pleitos en casa, con la novia y los amigos, bullying en la escuela, dificultades en el trabajo, angustias económicas, y en el mundo continúan las mentiras, las injusticias, la pobreza, la corrupción, la violencia y la muerte. Y todo esto a veces nos saca de “onda” y nos desanima ¿A poco no?
Pero siempre siguió adelante. Y, por nuestro bien, quiere que también lo hagamos. Por eso, como hizo con Pedro, Santiago y Juan, nos invita a subir con él al monte alto, a la presencia de Dios, donde todo se ve con mayor amplitud y claridad, para que, descubriendo quién es él y qué es lo que podemos llegar a ser, le echemos ganas a la vida.
Transfigurándose, nos muestra que él es Dios, creador de cuanto existe, que por amor se ha hecho uno de nosotros para cumplir lo que prometió a través de la Ley y los profetas: rescatarnos del pecado que cometimos y que nos condenó al mal y la muerte, y unirnos a él, que en quien somos felices por siempre.
Por eso el Padre, que está a nuestro favor y nos lo da todo en Jesús[1], a quien entregó, como anunció a través de la generosidad de Abraham, para bendecirnos a todos[2], nos dice: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo” ¡Escuchémoslo! Él nos habla en su Palabra, en sus sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, en la oración y en el prójimo, y nos muestra la meta y el camino: el amor. Así nos cambia la vida, al darle sentido.
En esta tierra todo se pasa, las alegrías y las penas; pero al final nos aguarda una dicha que nunca terminará: Dios. Por eso san Pedro exclama: “Maestro ¡qué a gusto estamos aquí!” ¡Claro! Porque como dice san Anastasio Sinaíta: “nada más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él”[3].
Pero para alcanzar esa meta necesitamos dos cosas: “subir al monte”, es decir, unirnos a Dios a través de su Palabra, sus sacramentos y la oración, y luego, “bajar” a la vida de cada día, y, aún abrumados de desgracias, confiar siempre en él[4], e irradiar la luz de su amor a la familia y a los demás, especialmente a los más necesitados, comprendiéndolos, siendo justos, solidarios, pacientes y serviciales, perdonando y pidiendo perdón.
Jesús nos lleva siempre arriba, a lo más alto: a Dios, que hace la vida plena y eterna. A veces el camino será sencillo y agradable, y otras difícil y hasta doloroso. Pero siempre nos llevará adelante. Con esta confianza, echémosle ganas y subamos con Jesús. Así, unidos a Dios, podremos ser transfigurados por el Amor, que, como bien recuerda el Papa, es capaz de transfigurar todo[5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª Lectura: Rm 8, 31-34.
[2] Cf. 1ª Lectura: Gn 22, 1-2, 9-13. 15-18
[3] Sermón en el día de la Transfiguración del Señor, nn. 6-10.
[4] Cf. Sal 115.
[5] Cf. Angelus 1 de marzo de 2015.

